“El enemigo es la gran justificación del terror. El Estado totalitario no puede vivir sin enemigos. Si no los tiene, se los inventa.” De esta forma lo comprendía Tzvetan Todorov en su libro El hombre desplazado, en el cual emprendió una crítica en contra del comunismo autoritario. Estoy de acuerdo con la sentencia anterior: es verdad que existen enemigos al acecho y saber reconocerlos es necesidad de supervivencia, sin embargo, desearlos, inventarlos supone una carga sicológica insólita en los individuos, mientras que en los gobiernos o grupos políticos la invención del enemigo no es más que una treta para justificarse o afianzarse creando fantasmas o paredes de humo.

Confieso que me resulta incómodo referirme a asuntos políticos. Ello siempre es un buen pretexto para quienes están ansiosos de descubrirte y considerarte como a uno más de sus preciados “enemigos”. El odio, el rencor sanguíneo, el juicio al vapor, mueve o es raíz de la mayoría de los comentarios acerca de política cotidiana. Por otra parte, la lenta aproximación y el rodeo reflexivo son acciones eficaces para considerar los asuntos públicos, en vez del vituperio, la sentencia lapidaria, la descalificación absoluta tan propios de estos tiempos en los que se prefiere escupir en vez de pensar o de conversar.

Son comprensibles las marchas contra el presidente López Obrador, así como cualquier expresión civilizada que quiera hacer notar su descontento. No por ello los marchantes tendrían que ser considerados enemigos a priori de un régimen político, ni nada parecido. No obstante, en las elecciones pasadas y en vista de que no existieron en la boleta electiva candidatos en realidad independientes ni a la altura del cargo, creo que la elección del presidente fue una manifestación acertada puesto que enviaba un mensaje cuya claridad resulta hoy más que evidente: “Deseamos cambiar de rumbo la política, puesto que los gobiernos anteriores, además de haber sido ineficaces en el mejoramiento de la salud pública (en todos sus sentidos) fueron también cómplices del deterioro”. Es así, puesto que si uno falla en un cargo público termina siendo causa del mal que se mantiene y del que se avecina. El inmenso número de votos a favor de un cambio o una nueva orientación, creo, sostiene mi afirmación, pese a que buena parte de tales votos hayan sido consecuencia de la
desesperación.

Ahora bien, no hay que apresurarse. Este país es muchos países y su complejidad rebasa cualquier imaginación. La diferencia económica, educativa, cultural de los mexicanos es abrumadora. Hay rinocerontes y conejos, bestias criminales y personas honradas y solidarias, payasos rapaces en el poder y funcionarios capaces y honestos. Millonarios vulgares, y también personas miserables que sólo merecen oportunidad y respeto para construir comunidad. ¿Quién va a unir en convivencia tal diversidad? Piénsenlo antes de lanzar pedradas e inventar enemigos letales.

Hay que aguardar —pese al fatalismo genuino que cualquiera alimente— algún tiempo más a que el presidente y su gabinete, el congreso y los responsables de las instituciones nos muestren que existe un horizonte o una dirección política benéfica y que están haciendo su trabajo. No hay que crucificar impulsivamente; ¿para qué? ¿Para, una vez más, continuar con el encono y la lucha política que no ha llegado a ningún buen puerto en las recientes dos décadas? Los ataques irascibles y depredadores —del gobierno hacia afuera y del exterior hacia el gobierno, no hacen más que fortalecer a los militantes más extremistas cercanos al presidente y debilitan las voces más sensatas y progresistas de su mandato.

Por otra parte, creo que el presidente debe abandonar esa práctica absurda de hablar públicamente todos los días. Crea confusión, atención innecesaria, improvisaciones funestas y da pie a la crítica más ordinaria. Hay mucho trabajo que hacer y menos discursos que dar. Con un informe semanal o mensual es suficiente. Yo creo que él no debe gobernar sólo para los convencidos, sino empeñarse en escuchar y convencer a quienes aún no están convencidos o se han decepcionado. Escuchar la crítica —de donde venga— como una forma de conversar es un requerimiento esencial de cualquier gobierno socialista. Confiar en las instituciones y afinarlas, no reinventarlas (las consultas públicas apresuradas y parciales, por ejemplo, carecen de sentido: y si se realizan entonces que se lleven a cabo por los medios diseñados para ello). No creo que sea necesario acudir a términos fundamentalistas y anacrónicos como ese de la cuarta transformación que mueve a la risa y al recuerdo de la nomenclatura autoritaria. Se comienza a hacer país o comunidad todos los días, y ningún individuo representa el futuro ni la verdad. Es urgente una nueva orientación de la estructura política y económica, lo que no significa creer que una sola persona es la solución a los conflictos sociales. Hay que apoyar al presidente, y también criticarlo, pero con fundamento y deseo de progreso. Y si falla, entonces hay que ser los primeros en levantar el puño. Los expresidentes, sobre todo, tendrían que aportar su experiencia de buena manera al mandatario actual —no en los medios— si es que tienen vergüenza. Dar por sentado que ellos son responsables del estado actual de las cosas.

Hasta aquí un esbozo de mis opiniones. Yo soy el tabernero que, en Relatos de un cazador, de Turguéniev, detesta la política, pero, con tal de vivir tranquilo intenta aconsejar desde su experiencia de vida a los parroquianos que se pelean entre sí por cualquier motivo.

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