La vanidad encarnada en un ser mediocre es una desgracia moral y también un escollo para la vista. Sé bien que yo mismo he ensalzado y aplaudido la mediocridad, pero como una forma de prudencia, de templanza y de remedio contra el éxito que degrada, corrompe y torna a los seres humanos más bestias que seres racionales. El éxito que se obtiene a partir de una sociedad fracasada posee un halo de rapiña y estulticia que no se logra erradicar ni con el jabón más potente. Quiero decir que el hecho de “desaparecer” es encomiable como una forma de hacer menos pesada la vida de los otros y restarles en algo la ominosa carga de nuestra presencia. Si todas las instituciones civiles funcionaran debidamente y en verdad tuvieran influencia y gobierno sobre los ciudadanos, yo no me vería obligado a sugerir que se ejerciera la mediocridad como una forma de desaparición civil, loable y tranquilizadora. Lo otro, en cambio, es ominoso y desagradable: que el mediocre verdadero crea que posee talento, lo exhiba y lo prodigue a diestra y siniestra. No puede haber acción tan nociva para la convivencia vecinal (y más aún si nuestro “mediocre” posee alguna clase de influencia civil o cargo público). Cuánta palabra, tinta, atención, “análisis”, y demás ha desatado la querella política en los últimos meses. Cuánto tiempo desperdiciado en hilar especulaciones o en hilvanar ataques contra los supuestos enemigos políticos: personajes que desaparecerán muy pronto del horizonte público sin dejar ninguna huella y que, al contrario, habrán ocupado con su presencia inútil un tiempo que podría ser muy valioso dentro del entorno ciudadano; el tiempo del individuo que influye en el progreso real de una comunidad.

Si la reflexión tomara el lugar de la información política vana, del “estar al tanto”, por lo menos tendríamos una idea o una noción a largo plazo de lo que podría suceder en las décadas futuras. He visto a las mejores mentes de mi generación ocupadas en asuntos tan ínfimos, tan detestables e inocuos que no puedo más que sentir un fraude emocional, racional y ético. Si los ciudadanos y la inteligencia que dice representarlos se ocuparan en llevar a cabo la crítica de las instituciones en vez de lanzarse de lleno a la especulación politiquera es posible que se lograra un mínimo avance en la fundamentación de una sociedad menos deteriorada. Comenzamos discutiendo de qué forma y material será el techo antes de ponerle atención a los cimientos. Un comentario más sobre la señora Margarita, sobre el joven Anaya, el señor Meade o el señor L. Obrador y terminarán enviándome al exilio mental, al refugio eremita. No en vano me considero un expatriado honorario, un amargado analítico, un déspota de mí mismo. Vuelvo a mi concepción original: cualquiera puede ser presidente si las instituciones que avalan y sostienen la estructura del método, sistema o tramado político se encuentran bien fundadas y son perfectibles mediante la crítica de los expertos y la vigilancia empírica ciudadana. La figura del presidente sólo posee importancia en sociedades agrietadas y condenadas a vivir bajo dictaduras de cualquier nombre o clase. La tendencia a la globalización económica guiada por grupos de poder concentrado y empresas exentas de la regulación del Estado (más la criminalidad como poder paralelo e imbatible, en el caso de México) ha vuelto un tanto cómica la figura del presidente y ha lesionado la fortaleza de las instituciones políticas. Allí encuentro yo la desgracia principal y el mayor daño: el resto no es más que la nociva vocación de la esperanza y el martirio alargado hasta límites obscenos. No vivimos en sociedades felices ni prudentes, sino desgraciadas, psicópatas y condenadas a repetir su ordinaria danza de la muerte (me excuso si mis metáforas son también ordinarias y excesivas). Hace 15 días he vuelto a leer lo que Diógenes Laercio y Lucrecio escribieron acerca de Epicúreo y me consuela que al menos hace 24 siglos, un filósofo pusiera los conceptos y prácticas de prudencia, ascetismo, tranquilidad, felicidad, y amor a la amistad, como normas posibles de vida. El agitado y actual avispero político del que incluso los hombres más dotados (no nada más el mediocre vanidoso) se han vuelto parte, ha desestimado e incluso anulado la noción del individuo que posee valores que no necesariamente son averiados o afectados por la política superficial.

Cuando el entorno colectivo se ha podrido no queda más que comenzar con la restauración del individuo y de sus más apreciados dones; la amistad y la tranquilidad, el olvido de la muerte que acecha, la gimnasia necesaria para lograr que, en la medida de lo posible, no nos afecte el estrepitoso ruido de la opinión efímera, el comentario baladrón o el insulto civil. Nosotros, ciudadanos y personas comunes tenemos derecho a realizar una vida menos tristona e intrascendente. Nos los sugiere Epicuro, no yo.

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