¿Recuerdan Ferdydurke, la novela de Witold Gombrowicz. Me imagino que no, pues su memoria está ocupada ahora en asuntos de egregia importancia para la vida cotidiana de su país, su cultura y su tina de baño. En fin, sobre Ferdydurke el autor escribe: “Es la grotesca historia de un señor que se vuelve un niño porque los demás lo tratan como tal.” Frente a la inmadurez y testarudez infantil de su sociedad no le queda más remedio que convertirse en espejo de su comunidad, buscar una forma que le otorgue sentido a vivir en el rebaño. He reparado ahora en esta obra absolutamente delirante y filosófica del escritor polaco (1904-1969); e impulsado por mi experiencia social quiero e intento regresar a la ingenuidad, a la candidez de mis años primeros; mirar y habitar el entorno como si se tratara de una feria rocambolesca e inverosímil, pero colmada de sorpresas y eventos magníficos y trascendentes. Que yo recuerde, nunca antes me había acosado el deseo de transformarme en una persona absolutamente ingenua para así, a través de ella, aproximarme a un sentimiento cercano a la felicidad.

Hace una semana caminé desde la colonia Escandón hasta el Centro y durante una hora y cuarto de recorrido me di cuenta de que casi nada ha cambiado desde hace treinta años, las mismas pocilgas grasientas que se ostentan como comederos callejeros; las mismas personas agrietadas moral y físicamente por el ruido, el descuido alimenticio, la ínfima educación, la pobreza y la conciencia de encarnar la muerte en vida; el mismo tráfico majadero y la construcción desconsiderada y criminal de nuevos edificios en una ciudad que requiere de espacios para respirar y no continuar ahogándose en la promiscuidad habitacional y en la convivencia obscena: edificaciones que no son consecuencia del progreso y la buena economía, sino del negocio y la complicidad política. Los llamados desarrolladores inmobiliarios son enterradores de humanidad, ladrones de cementerio que se ocultan en una actividad pomposa e hipócritamente nombrada desarrollo inmobiliario, ¡vaya triquiñuela!¡Vaya manera de nombrar al excremento acumulado! Sin embargo, para mi enorme fortuna me percaté de mi ceguera, de la neblina que cubre mis ojos y la cual me hace dar golpes de bastón al aire. Y para ello sólo tuve que regresar a la ingenuidad y entonces supe que estaba equivocado y que las personas que observaba en mi recorrido eran encantadoras, trabajadoras, bellas y optimistas trabajando con denuedo para construir un mundo mejor. ¿No acaso son todos estos edificios en construcción los nuevos dientes del progreso que cubrirán las encías ruinosas de una ciudad que nos promete el futuro? He debido convertirme en niño, como en la novela de Gombrowicz, para comprender que estoy equivocado. En consecuencia, me disculpo ante ustedes por mi desaliento y pesimismo procaz. Lo siento, y no volverá a suceder.

Los escritores que no nos acercamos a la política y a los asuntos sociales trascendentes de manera “seria” y “fundamentada” (es decir ñoña y conservadora), somos tratados como niños por los señores, ese batallón de seres maduros que, a partir de su crítica, mantienen el orden de las cosas morales y físicas en estado intacto. Tenemos que admitir que la ingenuidad es quizás la única manera de ver las cosas como son. Y yo añoro volver a ella. En su reciente libro, La literatura comprometida y Jean Paul Sartre, Héctor Iván González me ha llevado a recordar el problema filosófico y continuo de la literatura cuando es tratada como asunto secundario y a las disertaciones de Sartre sobre la relación entre la literatura y el cuestionamiento de lo social y de lo político. Pareciera que la literatura sólo debiera tratar los asuntos políticos con una profundidad en realidad vacía y ya digerida. Héctor Iván escribe acerca de ello y dice: “El filósofo francés agrega que a la gente no le gustan los alaridos, pero tampoco los argumentos sumamente inteligentes, lo que la gente prefiere es un razonamiento que enmascare un alarido; un espacio temporal donde el ser humano se sienta eterno.” Como ustedes se imaginarán yo me siento completamente abatido por los razonamientos que enmascaran alaridos, así que renuncio a ellos y veré el mundo en el que vivo con la más prudente y absoluta ingenuidad. Cuando observe a un niño con las narices hundidas en su tableta electrónicas me diré: “He allí a un futuro y lúcido crítico de la sociedad”. Cuando sea testigo de la construcción de una plasta de concreto y hierro en una ciudad acribillada por la desmesura habitacional, el tráfico, el ruido y el apretujamiento me diré: “He allí un símbolo de nuestra imaginación creadora y de nuestro esfuerzo por progresar”. ¡Seré ingenuo, seré feliz!

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