Se llaman hipsters unos a otros. Se definen y señalan, se describen de las más diversas maneras y acuden a la agudeza descriptiva, al comentario y a la clasificación sociológica. He escuchado a un joven, cariacontecido, de aspecto humilde y mirada fiera decir acerca de cierta persona: “Es un hipster”, como si se tratara de una lacra mimada, aceptada y digerida, de un ser perteneciente a una tribu reconocida, masticada y, por lo tanto, predecible.

Hace varias décadas (¿4?) yo utilizaba esta palabra, hipster, en un sentido diferente; había leído La cultura underground, de Mario Maffi (editado por la, en ese entonces, vivaz y pendenciera editorial Anagrama) y coincidía yo con el autor en que un hipster podía definirse como un “duro”, un rebelde en sí, un desencantado del progreso, apolítico, individualista, un blanco que deseaba vivir una vida de negro, es decir una vida marginal, perra y alejada de la caricia de las instituciones y también del progreso capitalista, un ser imbuido —como lo describió Maffi— en “su mundo de violencia, glacial e inalcanzable, entregado a la fría y letal heroína (a diferencia del beatnik, angelical y dolorosamente desgarrado, poeta rechazado e incomprendido, dulce fumador de marihuana y lacerado por un amor místico a la humanidad).” Ya en 1959, Norman Mailer se refería al comportamiento del hipster, al que llamaba existencialista americano, de la forma siguiente: “Si el destino del hombre del siglo XX es el de vivir en compañía de la muerte desde la adolescencia hasta una vejez prematura, bien, entonces la única respuesta vital es aceptar los términos de la muerte, vivir con la muerte como peligro inmediato, divorciarse de la sociedad, existir sin raíces, embarcarse en un viaje desconocido en los imperativos rebeldes del propio ser”.

No debería añadir que la circunstancia es el mundo del hombre, y que el hipster estadunidense de la posguerra posee diferencias enormes con quienes llevan —impuesto o aceptado— ese nombre hoy en el México el siglo veintiuno. Yo he perdido la afición hacia las posturas tribales como definición de una personalidad —los disfraces ya no me confunden gran cosa—, pero no deja de causarme cierta curiosidad malsana este apelativo. Cierto día le he pedido a un joven amigo mío, no que me definiera a un hipster, sino que me lo señalara. Caminamos, por la colonia Roma, como si realizáramos un paseo en el zoológico, diferenciando entre rinocerontes y garzas, entre macacos y caimanes, él me señalaba a algunas personas, su vestimenta, su peinado, los lugares donde comían o compraban objetos para apuntalar su propia iconografía, pero apenas si obtuve alguna concepción clara de aquel recorrido. En otra ocasión compartí una mesa con algunas mujeres, menores todas ellas de treinta años, y me entretuve escuchando sus definiciones de hipster. Llamó mi atención que, sin darse cuenta, algunas se estaban describiendo a sí mismas. Leer un libro en una cafetería, comprar discos de vinilo, elegir su comida a partir de recientes teorías sobre lo que es ser saludable, no pertenecer a la clase obrera, ser políticamente moderado (aunque si tiene mucho dinero en el banco el hipster puede tender al extremismo de izquierda); poseer una conciencia cosmopolita, utilizar la tecnología con naturalidad, sabiduría y decoro; en todas estas características parecían coincidir las opinantes. ¡Cuánta diferencia con el hipster original o histórico que recién he descrito líneas atrás!: es decir, con ese alguien que, sabiéndose vecino de la muerte, prefería concentrarse en un individualismo que era en esencia rebelde (en tanto no lograba ser consumido por el poder organizado), marginal, suicida y ensimismado.

“Y al hipster, ¿le gusta el futbol?”, pregunté, llevado por el deseo de escuchar las doctas opiniones de mis jóvenes amigas. No coincidieron en ello y rechazaron la afición a este deporte como una característica esencial hipsteriana. Me decepcioné, pues un día antes la Juventus de Turín acababa de pasar por encima del Tottenham (en la mismísima Londres) y en la mesa ninguna de mis acompañantes parecía estar interesada en mi entusiasmo bianconero. “¿Y existen hipsters que sean viejos o ancianos?”, pregunté. Tampoco hubo demasiada coincidencia en las opiniones, aunque la mayoría acordó en que si alguien deseaba pertenecer al hipstariato tenía que rondar alrededor de los treinta años. Mientras tanto yo, en silencio, me decía a mí mismo: “La confusión, el alegato, la necesidad de ser alguien, la identidad chistosa, la nada”. Como era de esperarse, la conversación se alargó con mis preguntas, de por sí premeditadas. ¿Y los hipsters pagan impuestos? ¿Hay hipsters “Godinez”? Al final, harto de tanta ambigüedad, y con el propósito de salirme del tema pregunté: “¿Se han dado cuenta de que Gennaro Gatusso no logra enderezar al Milan?” Sin embargo, fui atléticamente ignorado por mis amigas y la charla continuó alejada de mí, carajo.

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