Durante la tarde de un miércoles que comenzó a agonizar desde hora temprana, me recluí en un bar a leer y a beber cerveza. Elegí una mesa apartada de los territorios en donde gusta concentrarse el ruido. Después de permanecer allí cierto tiempo, una joven mujer que bebía al ritmo de su pareja en una mesa próxima llamó mi atención para confesarme su curiosidad al respecto de mi persona. “¿Cómo puede usted pasar tanto tiempo solo y sin cruzar una palabra con nadie?” Sobre mi mesa se hacían notorios varios libros, un par de lápices y una libreta de apuntes. Me sentí desconcertado al principio, pues la joven vecina me hizo la pregunta justo en el momento del día en que me sentía más acosado por la compañía. El hecho de que estuviera yo concentrado en la lectura representaba para ella un acto de soledad. Por el contrario, y aunque yo gozaba de una soledad demasiado ruidosa debido a los libros tan dispares que tenía ante mí, no hubo un momento en el que me sintiera yo un hombre solitario o un romántico anacoreta de cantina. Simplemente había elegido para leer un lugar donde tal no es la costumbre. Si menciono el episodio anterior es para acentuar el hecho de que la realidad puede significar algo muy diferente para dos personas que comparten una atmósfera común.

Remy de Gourmont escribió: “Si quieres hacer filosofía conócete a ti mismo, pero si quieres hacer fortuna, conoce a los demás”. Y ahora me pregunto si el solo observar y poner atención en los hechos o en el comportamiento de una persona es suficiente para comprender la motivación de sus actos. Aquella tarde aludida concluí la lectura de La mala costumbre de la esperanza (Penguin Random House; 2018), de Bruno H. Piché y que en su momento prologó Sergio González Rodríguez, a quien no termino de extrañar. Desde la portada el libro se presenta como una novela de no ficción sobre un violador confeso, y en sus páginas se despliega la historia del mexicano Edward Guerrero, quien en 1972 se declaró culpable de tres delitos de violación sexual ante la Corte de Circuito del Condado de Saginaw, estado de Michigan, hechos por los que el acusado recibió una condena de tres cadenas perpetuas con derecho a ser indultado (este derecho fue negociado por sus defensores a partir de un acuerdo que implicaba prebendas para dos cómplices de Edward Guerrero).

El escritor Bruno H. Piché mantuvo varios encuentros con Guerrero a quien visitó en prisión. Para entonces el acusado cumplía un encierro impuesto durante más de cuatro décadas, tiempo en el que le fue negado el indulto, hasta que en noviembre del año pasado la Junta de Indultos del Departamento Correccional de Michigan aprobó su intención de liberarlo. No obstante los hechos contemplados y recaudados con acierto, el libro extiende varios dilemas paralelos que de ningún modo se reducen a la historia de Edward Guerrero, sino que van más allá del propio caso descrito. Los tocaré apenas y de una forma desordenada porque tienen, según creo, interés común. Escribe H. Piché: “En suma, es imposible contar las cosas de los hombres según el orden estricto en que ocurren. La ficción y la no ficción se confunden entonces creando un magma en el cual la novela no sólo funciona como forma narrativa, sino también como instrumento para la indagación”.

Es inevitable, como lo hace González Rodríguez en el prólogo, no recordar el arduo “combate” literario entre el periodismo y la novela que libraron en Estados Unidos escritores como Norman Mailer, Truman Capote, Terry Southern o Tom Wolfe, cuyo libro El nuevo periodismo publicado en 1975 abordó el tema directamente. No añadiré nada nuevo a esa vieja discusión puesto que el tiempo nos ha mostrado que las fronteras entre ambos géneros son por lo demás ambiguas e inconsistentes y no solo son asunto de la literatura, sino que dan pie para intentar comprender lo que significa el concepto de realidad en los territorios de la filosofía. H. Piché escribe acerca de la atroz historia de Edward Guerrero y las reacciones de la angustiosa experiencia que supone entrar al inhóspito mundo de la vigilancia, el castigo, el enredo ético, la injusticia, el racismo y el proceso jurídico que deviene laberinto sin salidas honrosas o humanitarias. “Solamente algo hecho por el hombre, en este caso la literatura, es capaz de soportar las cadenas, los muros, los barrotes… que fabrican los hombres para someterse entre sí”, expresa H. Piché. Y para protegerse de la realidad a secas, esta novela de no ficción acude a la voz de escritores y poetas como Antonio Gamoneda (“La contradicción está en mi alma como los dientes en la boca que habla de misericordia”), o de Eugenio Montejo (“Ya no quiero volver a aquella calle / donde las casas demolidas / siguen en pie”). La literatura se asoma a la realidad y también la construye o edifica, porque cuando uno cuenta la historia de cualquier suceso real también está narrando su propia historia, el viacrucis de la subjetividad y la lluvia de piedras que nos acosa cuando intentamos mantenernos en pie.

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