Siempre creí que el mundo giraba a mi alrededor. Hasta hoy me di cuenta de que tenía razón. Yo invento todo lo que me rodea, lo doto de acción que me concierne, de belleza o de maldad. En México hay que tener cuidado con la humildad porque siempre es un mero disfraz y un escondite para el resentimiento. Y esto sucede a cualquier nivel. Sin embargo, a lo que me refiero cuando sostengo que soy el centro del mundo es al hecho de que todas las opiniones que escribimos, exclamamos, publicamos o encerramos en un libro provienen de la oscuridad, de una penumbra adornada de estadísticas, imágenes, argumentos o lo que sea. Es posible que astas opiniones provengan sólo del estómago y del miedo de cada quien: ruido para continuar con el malentendido. ¿De dónde sacan tantas toneladas de lengua para construir sus monumentos éticos y verbales? Del vacío, del estilo que se impone en la escritura, de su capacidad de resignación y sobre todo, del impulso de la invención. No de sus estudios, investigaciones y demás locuras; eso dejémoslo para construir normalidad y sueños de progreso, vacunas y novedades. Me planto ante el espejo y me convenzo de algo: yo vine a esta vida sólo a una cosa: a leer Crimen y castigo. Y no me atrevería a afirmar que es la mejor novela que haya leído, o la mejor obra de la literatura rusa, u otras clamidades de esa clase. Al crítico Harold Bloom Crimen y castigo la parece una bagatela comparada con las obras de su dios William Shakespeare. André Breton describía algunos de los episodios de Crimen y castigo como una sobreposición de imágenes de catálogos; y Anthony Burgess dijo en su autobiografía, como no queriendo, que escribir esta novela era un crimen y leerla era un castigo. Es evidente que todas las opiniones alrededor de una novela o de cualquier obra son alaridos, gritos —unos más audibles que otros—, fantasmas que se tropiezan, cosas dichas, tos, supositorios que se deshacen en el organismo. ¿A quien creer? A uno mismo, pues como he dicho en un principio: todo gira a mi alrededor. Entre la crítica razonada y el dardo subjetivo, impulsivo o pasional sólo hay un paso y el hilo puede romperse en cualquier momento. El grito abrupto y la crítica se tocan y confunden.

Película, libros, manifiestos, performances, videodanzas, piezas de arte sonoro, instalaciones, teatro de títeres, todo ello es lanzado frente a nuestra presencia para que cada quien lo invente desde sí mismo (siempre que uno cuente con un sí mismo y no sea una simple entidad repetidora de consignas). Todo ello es arrojado a la arena de nuestro horizonte para ser criticado, hacer escándalo y convencernos de que es posible valorar, construir un canon y demás. Hace varias noches mientras cenábamos en una mesa circular —las únicas mesas de bar o restaurante desde mi punto de vista respetables— se dio una discusión acerca de esa película que ha llamado tanto la atención hasta convertirse en un tema de charla inevitable. Es una ganancia para el espíritu (el aprecio de los bienes intangibles, quiero decir) que cualquier obra sea tema de discusión, pues ello da lugar a que se razone o a que cada quien se devele tal como es o parece ser (aunque siempre es conveniente esperar a que la alharaca en torno a una película disminuya y entonces uno pueda verdaderamente VER). Roma, se titula la película, y se ha presentado como un mito aún antes de serlo, consecuencia, quizás, de la publicidad atronadora y al hecho de que es sencillo verla en televisión. En la charla citada hubo quien la concibió como una obra excepcional en donde la fotografía, el tiempo ritual, la concentración en la minucia expresiva para atender los sentidos y el ardid histórico sumados a la destreza industrial para recrear el escenario de una época determinada son prueba de su gran calidad. Una opinión contraria se inclinaba a considerarla como una historia deshilvanada, una colección de estampas, un documental de la nostalgia, la canonización de la sirvienta por parte del junior culposo, o una película correcta que utiliza las metáforas como piezas de un mecanismo no artístico, sino determinado, previsto e incluso demagógico y colonizador. Como imaginarán, entre ambas visiones hay un abismo y allí habita el mundo. ¿A quién creerle? Al uno mismo. Ver la película y ser víctima o no de su influjo. El cine no tiene nacionalidad más que en sus aspectos más triviales y si posee alguna clase de esencia ésta se transmitirá pese a todo. Yo habría querido en esa mesa que se charlara también de otros amigos míos, cineastas y artistas no tan monumentales y muy distintos e incomparables entre sí: Gustavo Gamou, Yibrán Asuad, Artemio, Renato Ornelas, Elisa Miller, Miguel Calderón, Juan Carlos Martín, Kyzza Terrazas, Rigoberto Pérezcano, Bernardo Arellano, Alex Rodríguez, por ejemplo, mas sus películas, obras o piezas visuales no están en cualquier mesa; no se han convertido en ceniceros.

Para que el mundo gire a mi alrededor, primero tendría que convertirme en un yo, de lo contrario sería un asteroide de otro yo que me ha creado. Inventamos películas con nuestra emoción, entusiasmo, conocimiento o prejuicios, así como se inventan amores y ensaladas. De eso se trata la crítica: vivir, imaginar juicios y tratar de imponerlos a los demás. Por alguna razón viene a mi mente el fragmento de un poema de Charles Bukowski: “I met a million dollar baby in a 5 and 10 cent store”.

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