El correr del tiempo lleva a los amigos, a las familias y en general a las personas a distanciarse. Contra lo que comúnmente se piensa, el paso de los años puede llegar a convertirnos en extraños o impredecibles para todos aquellos que alguna vez creyeron conocernos. El tiempo no une, sino que desata. Te enamoras (lo que eso quiera decir), te casas (en caso de que no tengas muchas luces), compartes una casa, procreas (en caso de que no seas precavido o cortés) y te sientas en una silla satisfecho a esperar lo que viene. Y lo que llega no es la muerte, sino algo peor y digno del más refinado humor negro. En esa espera y momento inesperado te percatas de que te has rodeado de extraños, de fantasmas y personas desconocidas cuya sonrisa murmura: “Estás solo, no confíes en nadie, trágate tus sonrisas, tus parábolas de la amistad y demás sandeces”. ¿Es esto una liberación? Sí, probablemente. Dejar de confiar en las personas, en los amigos, en los familiares, los perros y las flores te otorga una libertad pasajera, pero genuina.

Es evidente que el párrafo anterior es sólo un alegato subjetivo que no se encuentra sujeto a ningún tipo de prueba científica. Es sólo literatura. ¿Pero cómo es posible probar ante los ojos de otras personas nuestra soledad? Es imposible. El sentimiento intransmisible de la soledad o de la extrañeza es un peso que cada quien carga o sufre a su manera. Dejemos atrás estas consideraciones abstractas y vayamos al asunto anunciado. Cualquier filósofo, más o menos solvente, es capaz de poner en duda la veracidad de toda crítica de arte y literatura. ¿Por qué no aceptar que esta clase de crítica —cada vez más escasa y pueril— es sólo una de las formas en que se hace presente la política? Me pregunto a menudo si la opinión acerca de las virtudes de un libro, o de una obra de arte cualquiera puede abandonar los prejuicios del lector o del espectador: las manías, las fobias, o la vida de quien opina. No quiero aburrirlos (pese a que en realidad es lo único que deseo), así que lo diré de otra manera: ¿Cómo o por qué te atreves a juzgar no sólo la obra de un extraño, sino al extraño mismo? ¿Acaso crees tener noticias fidedignas de quien es y de lo que escribe? ¿De dónde proviene tu jodida sapiencia al respeto y autoridad? Si alguien me hiciera esta clase de preguntas me quedaría mudo, inclinaría la cabeza, aceptaría que no tengo una respuesta contundente y, mucho menos definitiva, y me dedicaría otra vez a estudiar el problema de la conciencia, de la identidad y de la representación.

Ni siquiera yo mismo tengo razones claras que me expliquen porque pienso lo que pienso o escribo lo que escribo. Y, no obstante, la crítica tiene la obligación moral de existir. Es necesario que alguien llame al orden y nos diga: “Su libertad es una faramalla, una puesta en escena, una utopía lastimera”. El crítico tiene una enorme responsabilidad, y ésta consiste en supeditar nuestras mentiras a las suyas; ser más farsante que nosotros, y transformarse en el creador de falacias por antonomasia. No hay otra manera de encarar al caos, sino enfrentando la vergüenza metafísica haciendo política e imponiendo alguna clase de verdad: otorgar premios y medallas (tonterías irremediables y patéticas); construir jerarquías y administrar la mentira. Sólo de esa forma las cosas tomarán un cauce cotidiano, comprensible y se transformarán en un dogma benéfico o en una educación sentimental. Cuando un crítico se atreve, por ejemplo, a juzgar la obra de un escritor a partir de cierto conocimiento que considera fundamentado, necesario o concluyente entonces los creadores de bienes intangibles, los constructores de metáforas y falacias podemos reírnos, suspirar aliviados e irnos a casa satisfechos. Una vez en casa podremos juzgar si la comida sabe bien y las verduras están suficientemente cocidas (de ello si podemos tener certezas).

Termino este breve soliloquio llamando a misa. Hay que reconocer que todos los halagos y reconocimiento de virtudes (premios y celebraciones) en la literatura o en el arte contemporáneo representan —aún en el terreno “plenamente” estético— maneras de fortalecer a la polis, a la sociedad, a la banda (o como quieran llamarle). ¿A qué viene esta clase de panfleto? No lo hago para rellenar mi columna, sino porque mis amigos, los ideales, la familia, el arte comienzan a parecerme constelaciones ajenas y lejanas. El tiempo desata en vez de unir, como recién he escrito. ¿No lo creen? Les presto mi silla.

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