Lo primero: “Morir es tarea que lleva toda una vida”, lo sabía quien lo escribió: Franz Moreno. Si alguien se tira de un puente al menos tuvo que hacer un esfuerzo y subir los escalones. Y quien se anda por las ramas, y duda, al menos debió subir al árbol antes de titubear. Los aforismos, entre más se aproximan al silencio, poseen un valor inestimable. La publicidad no crea aforismos, sino trampas. Sus frases y proposiciones aspiran al grito, al engaño y a la creatividad embalsamada: ¡Vaya fiambre! ¡Vaya embutido! En una sociedad sabia la publicidad serviría sólo para mostrar, no para comprar almas como religión de pacotilla. A donde caminas te asalta el enjambre de rumores bestiales. ¡Qué ruido tan malvado y atorrante! ¡Qué melopeya y concierto de cuchillos! ¡Y todo para anunciar frijoles! ¡Y un auto poderoso! ¡Y el gol anotado por el maestro de la faramalla! Mientras tanto, la literatura yace enterrada y sus voces resuenan rencor y urticaria. ¡Un anuncio de picadura de mosquitos! ¡Que Wilde nos venda jabón para quitar esas manchas sobre la duela denominadas escritores! Y que la alfombra luzca esmerada y sumisa. Ya vienen los limpiadores; ¿podrán hacerlo? Mientras esta batalla se dirime ustedes descubran lo nuevo y laman el plato acabado, el erial y su cuchara; miles, doscientas, una miríada de lenguas lustrando la loza del plato vacío desde el día en que Baudelaire murió (agosto 31; 1867).

Yo me levanto tarde, muy tarde, y no sé por dónde empezar, el mal se lleva a cabo durante la mañana y cuando abro los ojos el casi muerto avisa sus primeros estertores, ha tragado el veneno, el tósigo y la ponzoña concentrada. “Dado que hablamos de todo no nos queda tiempo para soñar”, ¿qué importa si lo expresó John Ford o Peter Handke, o el más mugriento esqueleto que se roe los huesos trepado en la lámpara de una cantina? Yo cito para citarme. ¿No se han dado cuenta? Lo hablamos todo, exprimimos la lengua hasta que se transforma en un hilo duro, congelado. Que las ratas sean las que expliquen nuestra conducta. Yo sueño, pero sufro porque a mis sueños ha entrado la sevicia a grados que nunca tuve el honor de haber imaginado; ¡ay, mis sueños! Despiertan allí los dolores olvidados, y mi tía Alicia preparando comida en la casa de Cuernavaca. Y otra escena: mi abuela había comprado una máquina tragamonedas y yo iba a su casa —que no se enteraran sus hijos—, y llevaba a mis amigas, las más guarras y angelicales, para jugar; ellas eran santas, y todos jugábamos, felices, y mi abuela no se sentía sola. ¿Cómo iba a estarlo si yo era un hombre fuerte y mis amigas no engañaban, ni manipulaban como suripantas saurias y mendaces? Son los sueños, no las palabras, los que gimen. ¿Entendido? La felicidad, cuando se advierte o se presenta en un sueño es muy dolorosa, nada hay más aterrador que eso. Soñé el mar, su movimiento que llamaba y poco a poco iba erosionando lo físico (esa invención de lo mental), y estaba yo solo, solo como un todo unido y sin fisuras, pero solo, sin hermana, mujer y sobrina. ¿Qué hacemos con la prole que se atiborra en los sueños? No sé; ¿qué dice Eugéne Ionesco en ¿El porvenir está en los huevos?: “¿Qué haremos con la prole?” “¡Carne de salchichón!” ”¡Carne de camión!” “Criados, amos” “Diplomáticos” “Lana para tejer”. No es ocioso pensar en ello. Hay que dejar atrás la molicie, carajo. Viene un temblor y la prole crece, los desastres la aumentan porque estaba olvidada, la prole, empobrecida, exiliada por los don señores artífices de la gran sociedad justa. ¡Qué vengan más temblores para contar a los miembros de la prole! Sus cadáveres sí existen, señor gobernador, señor notario y don palacete. ¿Pero cómo es que se ha caído lo caído? ¿Es eso posible? ¿Es concebible que se joda lo jodido? Llamen a un académico de la lengua; nunca a un escritor.

El 8 de octubre de 1800 el general Bonaparte decide prohibir el hachís en Egipto para evitar delirios y violencia. ¿Qué Napoleón evitará la publicidad morona con tal de contener los delirios de grandeza y de onanismo glamuroso? Si lograra evitar al menos mis sueños y los temblores. Philippe Sollers, siempre me fuiste muy simpático, desde que fundaste la revista Tel Quel, ¿a dónde se han ido tus delirios filosóficos? ¡Qué hable!, ¡que hable!, ¡Que hable! “Mire usted —me dice Sollers—, se dice que lo que hago es ilegible, pero en cuanto leo mi texto en voz alta, tranquilamente, mostrando que puedo explicar cada palabra estamos entonces no ante un ocultamiento, sino ante una divulgación”. Stefan Zweig, disculpaba la ebriedad de Joseph Roth: “La bebida de Roth era una bebida amarga en busca del olvido, vivía en él el ruso, el hombre de la autocondena… un beber por ira, impotencia y rebelión, un beber maligno, tenebroso y hostil que él odiaba pero del que no podía escaparse. El odio, la desesperación que los más nobles cultivan contra este mundo desaforado e injusto los obliga a aniquilarse.” Estoy de acuerdo, Zweig, aunque no estamos en París en 1939. Algo han cambiado las cosas desde entonces para empeorar a un grado casi divino. Yo, por ejemplo, sólo me siento ebrio cuando la conversación no es interesante, cuando las almas muertas hablan de sus cultivos y los ratones sólo hablan de sus crías y de su gran madriguera. ¡Que venga un temblor de 134 grados en la escala de badulaque anónimo!; ¡de 65 grados en la escala de funcionario inútil! ¡Más temblores, Maxim! ¿No escuchan el rumor? Y que los perros callejeros sigan a quien los va a querer.

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