De la imposibilidad de expresar lo que uno piensa. Dicha incapacidad puede ser una costumbre que proviene de la carencia alfabética, de un exceso de pudor o solamente refleja un acto de precaución, temor o de buena educación. Yo no voy a mofarme de un enano en su rostro, ni a hacer patente el parecido de algunas personas a animales toscos y salvajes: en el primer caso evitaré la burla puesto que los enanos me parecen personas comunes y no despiertan mi interés más allá de lo normal; en cambio el animal tosco y salvaje puede lanzarse sobre de mí y clavarme los colmillos en el cuello (ya me ha sucedido). Tampoco exaltaré a viva voz la belleza de una mujer en su presencia, no lo haré por temor a ofenderla o porque al halagarla contribuyo a la maldad que acumula todo ser vanidoso. Un problema diferente consiste en no expresar lo que uno piensa porque no piensa nada expresable, o porque carece de las habilidades lingüísticas o gestuales para comunicar sus pensamientos, emociones, pesares o tribulaciones. ¿Cómo puede uno edificar una crítica si no tiene las herramientas suficientes; si no lee y se encuentra hundido en su condición de homo videns? A mí me resulta evidente que los ideales de la Ilustración no se han extendido y que la Revolución Francesa no ha tenido lugar. ¿Para qué sirven las revoluciones? En general para apuntalar el teatro humano o la obra dramática, ensalzar la esperanza, engendrar nuevos tiranos y continuar por el mismo camino. Para lo que no sirven es para extender el bien, la buena vida ni para repartir las palabras y las cosas entre los seres humanos. Podría decir “hacemos la revolución con el propósito de cultivar, ampliar y defender la libertad”. Pero estaría siendo cándido y limitado porque la libertad no sirve para nada si no se posee la “capacidad de ejercerla”. Es inútil ser libre si no se puede ser libre. La democracia implica en su definición más amplia la posibilidad de que los débiles no sean acosados, sojuzgados, pateados o menospreciados; sin embargo, la libertad no les sirve para nada si carecen de las armas para luchar en contra de su propia debilidad. Es a causa de ello que cultivan el rencor, ya que pese a su libertad no saben como expresar su descontento y temen decir lo que piensan por temor a ser abatidos, humillados o lanzados al exilio social.

Cuando era joven y no cumplía los quince años —edad en la que me convertí en otra persona— era yo un ser medroso y algo servil. Entonces sobrevino el cisma y comencé a leer de verdad, a indignarme y a convencerme de que debía expresar lo que pensaba a toda costa y le pesara a quien le pesara. Una olla que explotó a destiempo, un minúsculo volcán cuya erupción no desató tragedia alguna. Me rebelé contra todo autoritarismo no obstante que estudiaba en una escuela de constitución fascista y militar. Me azotaron en todos los sentidos y me llovió leña casi todos los días. Me salvaba, o amenguaba el pesar, mi promedio escolar puesto que mis profesores y los tutores y militares no comprendían que el alumno con mayor promedio académico de la escuela fuera un joven así de terco, imprudente e indisciplinado. Mi madre se conmovía de mi situación e intentaba persuadirme de ser tan arrogante y de provocar la ira de mis superiores. ¿Qué podía saber ella de mi rabia repentina, de mi desasosiego creciente? Cada hombre —como escribió Jeremy Bentham— es el juez de su propia felicidad; y lo que sucede en la cabeza de un joven es la contradicción de lo que acontece en otro cerebro. Entonces no sabía que la libertad civil exige la existencia de leyes ni que el respeto a esas leyes supuestamente es lo más cerca que podemos estar de una libertad compartida. Nuestra época (la dirección del hábito común), antifilosófica, medrosa, incapaz de expresarse sin acudir al ruido, a la tontería, al tópico impuesto, a la baladronada sin fundamento, nos ha amansado a la perfección. Hay que expresar abiertamente lo que uno piensa cuidándose de desatar guerras inútiles; expresarse aun a costa de los azotes. Para hacer tal cosa primero tiene uno que pensar (es decir: reflexionar, cavilar, meditar, poner atención, comparar, hacer analogías, buscar correspondencias, comprender conductas, imaginar, asociar valores o significados a las acciones o a los hechos humanos, etcétera). Y no ser cobarde ni abusar de la “discreción” que no es más que resignación forzada. En fin, les cuento esto luego de recordar los golpes que recibí cántaros en aquella escuela… y que no fueron pocos.

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