Escribí, como quien cuenta nueces: “He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por las anfetaminas”. Y luego, escribí, como quien cuenta almendras: “He visto a las mejores mentes de mi generación desperdiciar libros enteros por estar hablando de un aeropuerto”. Vayamos por nueces, o por partes. Si pudiera medir el tedio que me causan las andanzas de narcos, sus crímenes, sus estrategias patibularias que no poseen más atracción para mí que la de presenciar o enterarme, una vez más, del comportamiento de una persona o rata que busca sobrevivir y cobijar sus negocios y a sus crías, si pudiera medir ese tedio me tardaría tres sexenios. ¿Cómo matan estos señores? ¿Cómo se divierten? ¿Cómo hacen alianzas? Cualquier capítulo de Crimen y castigo me revela más de la intrincada investidura y temperamento humanos, que todo este bagaje de bosta y tripas. Pero hay que saber sobre el presente y nuestro entorno, y ese conocimiento se extiende hasta las cañerías en busca de historias que colmen la curiosidad; pero la mía no la satisfacen, sino que la aturden y adormecen con su predecible mecanismo y consecuencia (pese a haber cronistas o periodistas que llegan a hacer de estas andanzas buena literatura).

Sigamos con almendras. ¿Y los aeropuertos?, bueno, si se construyen para que nos elevemos y luego bajemos son bienvenidos como extensión de una casa de citas (a fin de cuentas ¿qué casa no es casa de citas?), de un cabaret civil para el movimiento de las cosas vivas. Trasiego e ir y venir de las visitas y de quienes no se conforman con quedarse en casa. El asqueroso retruécano se da cuando unos suben y ya no bajan; unos se elevan y otros no despegan nunca. Por ello los proyectos grandilocuentes en países pobres, si no están bien cimentados, estudiados, comprendidos y pensados para prodigar bienestar general y proteger el medio ambiente, entonces hacen más drásticas las diferencias entre los seres terrenos y los etéreos. Echen un vistazo a su alrededor: en esta ciudad (o bella fosa común) cada día que pasa es más riesgoso salir a la calle; las bestias han proliferado y roban, vejan, secuestran en la vía publica, en las casas y hasta en la imaginación a la que perjudican y humillan con sus acciones (por cierto; nunca pensé que en la región central del país el acento norteño comenzara a advertirse como una señal de delincuencia y peligro, en vez de un atisbo de trabajo y sinceridad, como sucedía desdenantes). Si no hay una relación de enriquecimiento conjunto —ambiental, económico, social— entre el gran proyecto de infraestructura y los seres terrenos cuyo poder adquisitivo va en picada, entonces el horizonte oscurece. Y de pronto splash; el avión al agua.

Era adolescente cuando vi Aeropuerto 77, con Jack Lemmon y James Stewart. Hoy me sorprendo; ¿cómo pudo emocionarme aquella película que gocé en la pantalla del cine Villa Coapa? Por aquel entonces sólo había viajado una sola vez en avión. Una aventura, en verdad. Hoy, de viejo, conozco una centena de aeropuertos de toda clase y podría contar —para desgracia de ustedes— una anécdota sucedida en cada uno de ellos. No lo haré, descuiden. En la película citada el lujoso Boeing 747 pertrechado con carísimas obras de arte y bestiales comodidades, se va al mar por culpa de unos ladrones. Y es que si hay demasiada corrupción, inequidad, inseguridad, daño ecológico y crimen en el entorno entonces los grandes proyectos suelen fracasar o convertirse en aviones caídos, o en castillos feudales acosados por miserables. Los tan cacareados inversionistas no son unos santos dispuestos a salvarnos del lodazal. Y para saber si estos santos patronos crean riqueza o buen vivir para todos —directa o indirectamente— es obligada la transparencia y el detalle en la información: demostrar que el beneficio se extenderá horizontalmente y no se concentrará en el castillo donde reinan unos cuantos. Sólo hasta entonces podrían tener sentido y peso las consultas y las negociaciones. He visto otra vez la película Aeropuerto 77 y me aburre, ni siquiera me da nostalgia. El tiempo pasa.

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