En un difícil periodo en que muchas instituciones del país pasan por momentos de franco deterioro, la UNAM mantiene su gran prestigio y contribuye al desarrollo de México, en que la educación y la cultura representan piezas angulares. Uno de los temas de mayor preocupación en el debate mundial es la creciente desigualdad, en que nuestro país es uno de los casos más lamentables. Ante este grave problema, nuestra Universidad es uno de los instrumentos más eficaces de que disponemos para atacarlo. La mayoría de sus más de 300 mil alumnos provienen de familias que ganan entre 4 y 6 salarios mínimos; la UNAM, que beca a alrededor de la mitad, contribuye de manera general a su movilidad social transgeneracional. La Fundación UNAM, a cuyo Consejo me honro en pertenecer, es a su vez un instrumento de esa política, puesto que ahora financia la mitad de dichas becas y contribuye no sólo a becas de manutención, sino en los casos más extremos a dotarlos de una alimentación básica, y a necesidades de transporte, a veces para recorrer largas distancias.

Yo ingresé a la UNAM, a la Facultad de Derecho en 1961, una de sus “épocas doradas”, la de la Rectoría del Dr. Ignacio Chávez, gran cardiólogo, y como Director de la Facultad, César Sepúlveda, distinguido internacionalista. Había una pléyade de grandes profesores a la altura de cualquier universidad: el filósofo del derecho, ilustre refugiado de la República Española, Recasens Siches; Jesús Reyes Heroles, inolvidable cátedra de la teoría del Estado; Floris Margadant, que lograba darle vida actual al derecho romano; el ameno Cervantes Ahumada, en derecho mercantil; Octavio Hernández, en amparo y, en derecho penal, Franco Guzmán. Tuve compañeros destacados. Hice toda la carrera y preparábamos juntos los exámenes con Dionisio Meade, ahora destacado presidente de la Fundación UNAM. Casualmente, mi tesis profesional fue sobre “las Fundaciones”, el papel que han jugado en otros países y podían jugar en México para movilizar recursos de la comunidad para las causas nobles. Apenas concluido mis estudios, presenciamos, cómo un puñado de delincuentes disfrazados de estudiantes escribieron una página negra, removiendo y vejando al rector Chávez. En la falta de apoyo institucional del gobierno de Díaz Ordaz, éste cosechó lo que serían los dramáticos eventos del 68. Mancha histórica para él; reivindicación de la Universidad con el papel digno que jugaron el rector Barros Sierra y Fernando Solana en el movimiento, que significaría un cambio en la historia de México.

Con la preparación que me dio la Universidad pude ingresar a otra gran universidad, la de Cambridge, donde cambié de giro para incursionar en el campo afín de la economía, en el propio Colegio de Keynes, Kings College, experiencia que compartí con otros universitarios como Bernardo Sepúlveda, Adrián Lajous y José Andrés de Oteyza. A mi regreso fui invitado a impartir clases en la Facultad de Economía.

Nunca me separaría ya del gran “cordón umbilical” universitario, a pesar de que desempeñaría importantes cargos públicos en el Banco de México, Nacional Financiera, la Secretaría de Hacienda, siendo mis jefes y maestros, distinguidos universitarios como Ernesto Fernández Hurtado, Jorge Espinoza de los Reyes, Jesús Silva Herzog y David Ibarra, todos profesores de la Escuela de Economía, que me dieron una acertada visión de país, privilegiando el crecimiento responsable e incluyente, muy diferente de la que actualmente predomina, obsesionada por los equilibrios financieros, bajo la influencia del ITAM.

Años después, en 1991, el rector José Sarukhán me invitaría a formar parte del Patronato, junto con Gilberto Borja y el contador Rogerio Casas Alatriste, para hacer frente a una crisis derivada de un caso raro de malos manejos. Con Gerardo Ferrando, al frente de la Tesorería, pudimos hacer algunas reformas. Después llegué a presidir el Patronato: una gran Institución. La UNAM ha diseñado un eficaz y original sistema de Gobierno Corporativo incluyente de toda la comunidad universitaria, con funciones definidas y con contrapesos. En el Patronato pudimos apreciar la inmensa riqueza patrimonial de la UNAM, adquirida a través de su historia, que es necesario preservar.

Tiempo después fui invitado por el rector Juan Ramón de la Fuente a formar parte del Comité de Vigilancia de la Fundación UNAM, ¡ocupando honrosamente la plaza que dejaba vacante Antonio Ortiz Mena! Renuncié para ir a la embajada en Canadá. Allí pude apreciar la influencia de la UNAM en su Centro de Ottawa, para difundir el español, la cultura mexicana, espacio solicitado frecuentemente por las Embajadas Latinoamericanas para sus exposiciones; dirigido por un distinguido universitario, ex director de la Facultad de Ciencias, Ramón Peralta. De acuerdo con los tiempos, se ha dado creciente impulso al proceso de internacionalización de la UNAM. Vislumbro que México, como el mayor país de habla hispana, debería tener en todo el mundo —como lo hace España con los institutos Cervantes—, centros que podrían ser llamados Sor Juana Inés de la Cruz, como un buen instrumento para cambiar nuestra mala imagen internacional. Serían el dinero mejor empleado.

A mi regreso, el rector Enrique Graue me invita nuevamente a formar parte del Comité de Vigilancia de la Fundación UNAM, ahora bajo la presidencia de Dionisio Meade, que con el apoyo eficaz de Araceli Rodríguez, directora Ejecutiva, ha logrado importantes transformaciones. A casi un cuarto de siglo de su creación, maneja 600 millones de recursos anuales movilizados y un patrimonio de más de 300 millones con 60 mil egresados asociados. Además de la infatigable carrera para aumentar la gama de becas, ahora impulsa más programas de formación en el extranjero, con la vocación social de preparar estudiantes que nunca habían usado siquiera un avión. Celebro que, junto con otras tareas: la UNAM, con su gran riqueza intelectual, participe en el debate de ideas, como los Foros 20-20, tarea que será todavía más importante en 2018. Ha apoyado la necesaria vinculación de la educación con el trabajo práctico y la investigación, estableciendo lazos con empresas públicas como PEMEX y CFE y grandes empresas privadas, como el Grupo Bailleres y relaciones con otras ONG, como la Fundación Miguel Alemán, con el entusiasmo de Miguel Alemán Velasco y Alejandro Carrillo. El Consejo de la Fundación misma ha sido siempre reflejo de universitarios exitosos en la empresa, como Carlos Slim o Alfredo Harp, que contribuyen notablemente al programa de becas; recuerdo con afecto a Carlos Abedrop, ya fallecido, que donó el edificio de Posgrado en Economía; funcionarios públicos destacados, miembros de la academia, de la judicatura, y el generoso apoyo mediático de EL UNIVERSAL y Televisa, presentes en el Consejo. Es una Institución plural en ideas y experiencias, y están representadas casi todas las profesiones.

También en el terreno de las ideas tengo el gusto de participar desde hace años en el Grupo Nuevo Curso de Desarrollo, que se reúne una vez al mes en la Torre de Rectoría, para debatir y trazar, ante las diferentes crisis, un nuevo proyecto de política económica para México; grupo animado por Rolando Cordera e integrado por distinguidos mexicanos de todas las corrientes de pensamiento y de diferentes instituciones, como Cuauhtémoc Cárdenas, David Ibarra, Jaime Ros, Eugenio Anguiano, Norma Samaniego, Mauricio de María y Campos, y Carlos Heredia, entre otros.

Así, todos contribuimos, cada quien con “nuestro grano de arena”, a regresar parte de lo mucho que la UNAM nos brindó. Seguir contribuyendo a lo que es una Universidad, en todo el sentido de la palabra, ¡una gran comunidad nacional del espíritu!

Ex embajador de México en Canadá

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