El aeropuerto de Ámsterdam se llama Schiphol. Lo conocí hace algunos años en una larga escala que me permitió escaparme a la septentrional ciudad de los canales para ir a saludar y examinar por todos lados la Ronda nocturna, uno de los más célebres cuadros de Rembrandt; repetí la experiencia un poco después, en otra escala de varias horas, pero esa vez ya no solo sino con mi mujer.

En esta primavera de 2018 he vuelto a Schiphol, pero no planeé ninguna “escapada” y me quedé vagando como un alma aterida por los pasillos de la terminal. Fue un poco triste ese paseo claustrofóbico porque el ambiente que descubrí y disfruté en años pasados se ha extinguido, devorado por el comercialismo estridente que arrasa con todo. Tiendas en cada rincón (casi siempre las mismas), restaurantes de comida rápida, el mismo paisaje de tantas ciudades y de otros aeropuertos.

Pensé que nada podría contar a mi regreso en torno de esa espera tan larga antes de abordar el avión rumbo a México. Pero hubo un incidente minúsculo que quiero referir aquí. “Minúsculo” es el adjetivo que le queda mejor, como se verá.

En mis dilatadas caminatas por el aeropuerto holandés me metí en unas cuantas tiendas por no dejar; compré un par de postales y un cuaderno. Comí discretamente en un restaurante japonés y seguí matando el tiempo como Dios me dio a entender.

Como bien se sabe, en los aeropuertos grandes suele haber auténticas muchedumbres. La gente se apiña en algunas zonas y en otras forma filas serpenteantes; pero siempre anda por ahí en grandes cantidades. En principio, las multitudes no me molestan; pero más temprano que tarde me “engento”, como suelo decir: ya no quiero estar cerca de nadie ni ver caras extrañas; busco, entonces, un relativo aislamiento. Creo que es una conducta normal. Me dediqué, pues, a buscar lugares sin mucha gente; pronto encontré unas sillas cómodas en una sala de espera semivacía. Me dispuse a esperar con un libro ante los ojos (“si no siempre entendido, siempre abierto”, especie de divisa quevediana).

Leí, leí. Lo hice reconcentradamente, pero durante el chispazo de un instante, un leve movimiento me distrajo de las páginas: a ras de suelo había una presencia inconfundible, de modestísimo tamaño, nerviosa y alerta. Un ratón. Ni más ni menos, un ratón en un aeropuerto modernísimo, europeo, limpio y reluciente. Pensé: “Qué maravilla”, y al hacerlo, al pensar eso, debo haberme movido y espanté a aquel compañerito: corrió a buscar refugio. Decidí volver a la inmovilidad sedente del bibliófago. El ratón volvió y puedo jurar que me vio a la cara, a los ojos. Esta vez no se asustó y pude ponerme de pie, seguir sus caminatas y exploraciones debajo de las sillas de Schiphol y verlo luego perderse de vista.

Era un ratón pequeñísimo, de orejas traslúcidas, como hay millones; pero allí donde lo vi era una aparición gloriosa. No sé cómo agradecer ese recuerdo.

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