El pasado 9 de mayo publiqué en esta columna un comentario sobre lo que acababa de ocurrir con el periodista Ricardo Alemán: la publicación de un tuit suyo que reenviaba otro tuit en el que se insinuaba que los fans de Andrés Manuel López Obrador debían considerar la posibilidad de acabar con él como otros fans (de John Lennon, de Selena Quintanilla…) lo hicieron con sus ídolos. Alemán le agregó a ese mensaje de otra persona la frasecita: “Les hablan”, dirigida a los seguidores de López Obrador. Con el pretexto de una broma, Alemán quería estimular un clima de violencia, pero él no lo aceptó ni lo aceptará: se defendió como pudo e hizo un video en el que explicaba sus intenciones; no le sirvió de nada y fue despedido de varios lugares en los que colaboraba, además de alcanzar las más hondas simas del desprestigio.

Lo que comenté hace dos semanas fue el abuso del pronombre “nosotros” utilizado por Alemán en ese video. Me pareció que era interesante ver de cerca la razón por la que decía insistentemente “nosotros” en vez de “yo”; traté de explicarlo, y sobre todo de explicármelo. No mencioné a Alemán con su nombre; eso dio lugar a confusiones en la lectura de un texto que yo consideraba diáfano, muy claro. Sospecho que fracasé. Debí escribir con todas sus letras: “Estoy hablando de Ricardo Alemán”. Mi “técnica alusiva” falló; pero, curiosamente, no me arrepiento de nada de lo que escribí.

No escribo estos renglones para aclarar que me refería a ese periodista hoy caído en desgracia; eso ya quedó atrás. Los escribo para seguir reflexionando mínimamente sobre el deterioro de nuestro idioma en manos de gente animada por las bajas pasiones que la política infunde en los ánimos. El espectáculo de esa infusión, de sus efectos, está al alcance de quien quiera verlo: corazones maltrechos, mentes alteradas, ánimos crispados, confusión y estridencia. Los insultos, las descalificaciones, las amenazas y los gritos son la moneda de curso en los debates, en las discusiones menudas alrededor de una mesa familiar, en los lugares de trabajo, en el transporte público.

No he visto los debates; mejor dicho: los he evitado cuanto he podido, pero no es fácil apartarse completamente. Lo que he alcanzado a ver y oír me pareció profundamente desalentador; ese desaliento se complementa, naturalmente, con lo que leo y puedo ver en otros sitios.

A pesar de ese desaliento avasallador, voy a ir a votar, y mi decisión de lo que haré el 1 de julio está clarísima: en el momento de salir de la caseta me voy a proclamar “oposición de izquierda”, gane quien gane. Creo que es lo que hace falta, e insisto: lo haré así gane quien gane. ¿Ya se nos olvidó la izquierda, lo que significa o significaba?

Claro que eso de “proclamar” es una exageración: nadie va a oír esa proclama. Me basta saber que he tomado esa decisión y que procuraré por todos los medios a mi alcance hacerla realidad.

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