La Universidad Nacional es uno de los enclaves que definen, para mí y para muchos otros, la viabilidad del país y el sentido que entre nosotros tiene la convivencia. La frase latina alma mater significa “madre nutricia”: prolonga hasta la adolescencia y la primera juventud, con una metáfora, la idea de la crianza, que ocurre sobre todo en la casa y es la primera etapa de lo que solemos llamar “educación”: la Universidad Nacional es también una casa (“la máxima casa de estudios”) y es al mismo tiempo, en ese horizonte metafórico, la madre que alimenta y permite la prosperidad de la vida. Se debe a la nación y sin ella la nación pierde una porción decisiva de sus ejes. Siempre he dicho: “cuando la UNAM esté en peligro, el país entero lo estará”. Sin la UNAM, el país en el que está pierde uno de sus valores fundamentales. Un valor objetivo, espiritual, patrimonial en todos los sentidos. Además es el sitio en el que con mayor abundancia y riqueza adquieren sentido la idea y la práctica de la educación pública.

Cuando, hace 50 años, la UNAM estuvo en gravísimo peligro, sus estudiantes y autoridades la defendieron. A la cabeza de ellos, el ingeniero Javier Barros Sierra. Hace una década, la explanada que está frente a la torre de la Rectoría fue bautizada con el nombre de Barros Sierra. Allí mismo y en sus inmediaciones ocurrieron los hechos de violencia del pasado lunes 3 de septiembre. Que la agresión sucediera en ese lugar que lleva el nombre del rector Barros Sierra encierra, para mí, un significado ominoso. ¿Está la Universidad Nacional de nuevo en peligro, amenazada, sitiada?

No sé quiénes tienen interés en armar esos ataques. Solamente sé que son y representan la parte más descompuesta de nuestra sociedad, el ala más perversa y degradada de la clase política; para saber eso me basta ver la forma en que planean sus acciones y los manejos a los que someten a sus lacayos y enviados, en este caso, grupos de estudiantes estimulados por el dinero o por el resentimiento; como sea, capaces de una capacidad destructiva muy grande.

Hace nueve años ocupo una modestísima cátedra en la Facultad de Filosofía y Letras, dentro de la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas. No exagero si digo que es uno de los auténticos honores de mi vida pertenecer a esa facultad como maestro. Doy mis clases amparado por una “cláusula de dispensa de título”: carezco de grado académico y en Filosofía y Letras me han permitido ser profesor porque las autoridades juzgaron que podía hacerlo. Pero aun si no fuera yo maestro universitario, lo que está ocurriendo me abruma y me angustia.

El próximo martes 2 de octubre daré una vez más, si no se complica todo, mi clase. De aquí a entonces, espero, habrá otras clases. Ojalá no haya más problemas; ojalá que los problemas actuales se solucionen pacíficamente, con un diálogo civilizado y con medidas razonables y enérgicas.

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