Habrá a quienes les dé asquito ver a Ricardo Anaya, antiguo presidente de Acción Nacional y hoy precandidato a la Presidencia de la República por el frente que construyó a su imagen y semejanza, enfundado en la chamarra amarilla del PRD. Pero ese no es el problema. Cualquier lector de prensa internacional sabe que, como en el caso de Alemania y Chile, las alianzas entre demócratas cristianos y socialdemócratas nada tienen de “contra natura”. Son soluciones pragmáticas a grandes problemas, posponiendo diferencias con acuerdos tácticos de alcance estratégico. PAN, PRD y MC se proponen un “cambio de régimen” aunque no atinan a darle forma a su empeño, mientras pasa el tiempo con una velocidad que el puntero en la preferencia pública, López Obrador, sabrá aprovechar.

El frente opositor de 2018 no es entonces una excepcionalidad mexicana, pero su pecado original es haber sido construido sobre las ruinas del PAN y del PRD. En nuestro antiguo partido liberal–conservador (sí, eso ha sido Acción Nacional), Anaya se impuso sin piedad, como un Talleyrand de bolsillo, desmantelando lo mejor de aquella organización, su democracia interna y obligando a sus rivales a la sumisión o a la huida hacia ese inhóspito espacio exterior que han resultado ser las candidaturas independientes. Es difícil confiar en la vocación democrática de Anaya cuando no tuvo el valor, como era tradición en el PAN, de pelear la precandidatura con Margarita Zavala, quien, dicho sea de paso, puso el mal ejemplo antes, cuando amenazó a su partido con irse por la libre si no le era garantizado un destape que creía propio en virtud de su linaje.

En cuanto al PRD ya todo se ha dicho. Desfondado por Morena, sus gerentes conservan el membrete por razones de urgencia clientelar, aunque entre ellos no falten algunos pocos y solitarios socialdemócratas que desde el año 2000 le apostaban a una gran coalición a la mexicana, para darle fin al imperio del PRI. Tendrán más diputados y senadores de los que merecen, pero su apuesta esencial, conservar el gobierno de la Ciudad de México, parece improbable de lograr. La merma en identidad ocurrida como consecuencia de una alianza entre contrarios ideológicos sólo se justifica con las ganancias logradas en las urnas. ¿Las obtendrán cuando al PAN y al PRD los unió el pánico, no el amor?

La violencia criminal es el drama mayor de la sociedad mexicana y ningún candidato mueve ficha. Y cuando lo hace propone, para desdecirse después, amnistiar (que según la RAE, es el perdón u olvido de penas que extingue la responsabilidad de quienes han sido castigados), es decir, más impunidad, fuente, según los expertos y los ciudadanos, del mal que padecemos. Por ello el único verdadero “cambio de régimen” consistiría en desmantelar la violencia criminal, cuyo núcleo es el narcotráfico y la manera más radical de hacerlo es la despenalización de las drogas, volviendo la persecución policiaca un asunto de salud pública. Ni Trump en la Casa Blanca ha logrado detener la tendencia a la legalización, de la marihuana al menos, como ha ocurrido desde hace unas semanas en California, uno de los mercados más grandes del mundo.

Despenalizar no es una panacea ni lograrlo depende sólo de un hipotético gobierno mexicano. Pero si hay un precandidato que podría volver esa verdadera transformación en el eje de su programa es, paradójicamente, el panista. Por su cultura política, por su juventud y hasta por su oportunismo. Anaya, quien se licenció con una tesis sobre el grafiti urbano que sustentaba la descriminalización de sus hacedores, prologada por Carlos Monsiváis, el jefe espiritual de lo que alguna vez fue nuestra nueva izquierda, sabe muy bien de lo que estoy hablando.

Ojalá fuera Anaya ese verdadero liberal capaz de ir más allá del plazo de una elección presidencial muy difícil de ganar, presentándose como promotor de un verdadero giro político y moral capaz de iluminar el camino, sin impunidad disfrazada de perdón ni militarización probadamente inútil, hacia un México libre de la epidemia homicida. Además, ya se ha dicho, cambiar nuestra política contra el narcotráfico sería la única forma digna, cuando en el resto de los frentes casi todo está perdido, de apostar fuerte contra Trump.

Pero me temo que Ricardo Anaya, por conservadurismo y por cálculo político, no puede ni quiere tomar ese arriesgado camino. Tampoco en el PRD veo una mayoría con carisma para evitar, con un verdadero nutriente, la inanición. Y ni siquiera es del todo culpa de unos y otros, porque la visión punitiva de las drogas, considerado su comercio un delito y su consumo una inmoralidad, permea a vastos sectores de nuestra sociedad, quienes no votarían por una despenalización que aún está en el terreno de lo fantástico.

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