En menos de un año, el próximo 11 de noviembre, se cumplirán cien del fin de la llamada Gran Guerra, que entre 1914 y 1918 mató a diez millones entre soldados y civiles, dejando otros dieciocho millones de heridos, siendo la causa eficaz de todo cuanto enlutó al siglo XX, “siglo corto”, como lo llamó el historiador británico Eric Hobsbawn, porque —según él— arrancó con el magnicidio de Sarajevo y terminó con la caída del Muro de Berlín en 1989. De ser así, fueron setenta y cinco años en los que vimos el desfile de la historia tras los rostros inclementes de Lenin, Mussolini, Stalin, Franco, Hitler, Mao. Entre los genocidas, sólo uno, el camboyano Pol Pot, eligió no tener rostro público y encarnar, desencarnado, aquel verso de Octavio Paz sobre los “deshabitados” ingenieros sociales, “servidores de la nada” y carcomidos por “la sospecha”. Hitler quiso destruir a todos los judíos europeos y obró en consecuencia; Lenin y Stalin amedrentar a los rusos con la liquidación de millones, empezando con el asesinato de todos los campesinos. Que nazis y bolcheviques conserven, debidamente reciclados, admiradores y propagandistas en nuestro siglo, deja muy mal parada a aquella ilusión sobre la bondad natural del ser humano.

Muy pronto, pasada esa tregua de veintiún años, la Gran Guerra dejó de llamarse así, para ser, tan sólo, la primera de las guerras mundiales, que según algunos historiadores, en los años ochenta del siglo pasado, en realidad fue una sola “guerra civil europea”, con una tregua, entre los totalitarismos ruso y alemán, al grado de que lo destacable de 1945, en Europa, sólo fue la victoria soviética. El bolchevismo, dijo Ernst Nolte, fue la fuerza que desató el nacionalsocialismo, subestimando, el historiador alemán, la voluntad de dominio del Reich: ha de recordarse que la apuesta de Hitler era apenas un Tercer Reich, el cual duraría, modesto, sólo mil años.

Se cumplió, como fuese, la profecía de Tocqueville: el globo, en el siglo XX, sería el escenario del conflicto entre los rusos y los estadounidenses, poder dual nacido de esa Gran Guerra, considerada no sólo única sino la última, “la guerra que acabará con todas las guerras”, en palabras del presidente Wilson. Los orígenes del conflicto les han quebrado la cabeza a todos los historiadores. Difícil de creer es cómo la civilización europea, en la Bella Época de la paz y del bienestar, se suicidó en masa.

Narraron los médicos y las enfermeras, presentes en ambos episodios, que quienes llegaban, ciegos y mutilados, de las trincheras, hace un siglo, todavía querían hablar. El mundo escuchó a los sobrevivientes poetas pacifistas. Al contrario, tras 1945, el Holocausto y las bombas atómicas sobre el archipiélago japonés, quien había salvado la vida, prefería el silencio. La verdadera historia no era lírica y requería de mucho trabajo —una catarsis estallando tras acumularse— para contarse. Entre quienes la narraron estuvo el centenario Ernst Jünger (1895–1998), quien hace exactamente un siglo escribía en su Diario de Guerra (1914–1918): “el momento más excitante de la guerra es, sin duda, aquel en que uno ve inmediatamente delante al enemigo. Entonces el soldado está poseído en todas sus fibras por la pasión de la caza… En medio de aquel torbellino un horrible golpe en la espalda me tiró al suelo. Me quité el casco de acero y vi horrorizado dos orificios bastante grandes en él. Me toqué la cabeza, para ver si el cerebro seguía intacto. Sólo sangre, por suerte”.

Tenía entonces Jünger menos de veintitrés años y toda la Gran Guerra a sus espaldas. Exaltado militarista, fue el último en cantar a la guerra en la tonada del Antiguo Régimen, enamorado de la técnica como lo habían estado los teutónicos de su caballería. Sus libros —Tempestades de acero (1920), sobre todo— le fascinaron a Hitler y a tantos de los veteranos humillados por el Tratado de Versalles, quienes pretendieron tomarse la revancha con el nazismo. A Jünger no le entusiasmó Hitler ni el antisemitismo e incluso eran amigos suyos los aristócratas que fracasaron intentando asesinarlo en 1944. Tal parece que, enterado, el Führer ordenó no tocar al escritor. La humana inhumanidad con la cual Jünger narró el par de guerras mundiales en las que combatió, lo convirtieron en un testigo inusual.

Habló del siglo XX como de cualquier otra época espantosa en la historia de la humanidad. Si no le conmovían las víctimas de la batalla de las Termópilas, ¿por qué habrían de hacerlo quienes estaban bajo el fuego aéreo de la RAF o los gaseados en los campos? Un día como hoy, el 8 de diciembre de 1917, tras ser herido en aquella, la primera batalla de Cambrai, dibuja un croquis de las trincheras contiguas y apunta lacónico en su Diario de guerra: “Los ataques con minas de gas parece que son terribles aquí. Respirar una sola vez causa la muerte”.

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