Cunde la decepción porque las candidaturas independientes más cotizadas, las que competirán por la Presidencia de la República, no están cumpliendo las expectativas de quienes las anhelaron. Su aprobación despojó, para bien, a los partidos políticos, del monopolio de las candidaturas, pero las condiciones vigentes para su registro legal, draconianas, harán que sólo algunos cuantos de los independientes aparezcan en la boleta en 2018.

Pero ello no es lo peor. Han resultado ser un Plan B para los políticos profesionales quienes, por las buenas o por las malas, dan por perdida la nominación en sus viejas querencias. Ahora tienen una pista paralela, llena de obstáculos, pero pista al fin, misma que tenían contemplada desde hace un par de años o más.

La ilusión “independentista” tiene dos fuentes.

Una, la más ingenua —aunque tan escandalosamente difundida que el actual frente PAN–PRD se apellida “ciudadano”—, es que existe “el político que no es político” sino ciudadano, poseedor de una caracterología no sólo simpática, sino del todo ajena a la de los aborrecidos políticos profesionales. De existir ese ciudadano puro, en el momento en que aspira a un cargo de elección pública, se convierte en un ciudadano ejerciendo sus derechos políticos, es decir, llamémosle así, en un “ciudadano–político”. Bastarán unos minutos de campaña para que se convierta en un político más (bueno, malo o regular) al gusto del votante y el movimiento, espontáneo o no, que lo respalda, en el prototipo de un partido político como cualquier otro.

Esa ilusión se origina en creer que los políticos, lejos de representar los muchos defectos y las escasas virtudes de sus compatriotas, son habitantes de otro planeta, alienígenas cuya invasión es menester fumigar de la faz de la patria. Salvo que emerja —podría ocurrir— un personaje excepcional, lo que se ha legislado es una versión mexicana de las llamadas “leyes de lemas” imperantes en otros países latinoamericanos, que le ofrecen al elector, por partido, dos opciones, aunque aquí no aparezcan en una misma lista. Así, para el votante panista, por ejemplo, habrá un par de opciones, pongamos el caso: la aliancista o la independiente. Se abre la baraja duplicando las posibilidades de cada opción ideológica, si se quiere, pero “ciudadanización” no la hay. En política electoral, me temo, no puede haberla.

Mentes más sofisticadas le apostaron —segunda ilusión— a romper el sistema de partidos desde afuera. Cuando esto ha ocurrido, me temo, los resultados no han sido necesariamente para bien. En 1990, en un sistema de partidos débil, como el peruano, donde el APRA nunca logró su sueño de ser un PRI, se enfrentaron dos candidaturas más o menos independientes. Una, la del novelista Mario Vargas Llosa, fue respaldada por los partidos tradicionales, liberales y conservadores; otra, la de Alberto Fujimori, tenía un origen del todo independiente. El saldo, con el autogolpe de 1992 mediante, fue una década siniestra. El propio Vargas Llosa no ha dudado en calificar al fujimorismo como el “pinochetismo” peruano.

Trump, en buena medida, fue un independiente que entró a saco en el Partido Republicano y, aprovechándose del sistema estadounidense de elecciones primarias, le impuso su candidatura a una jerarquía que pese a no tragarlo, no tuvo otro remedio que la resignación. Todavía no se reponen de su sorpresiva victoria de hace casi un año y por ello, sus anonadados congresistas le han negado, al locuaz demagogo, las victorias legislativas que necesita.

Está al ejemplo virtuoso, cuyos resultados están todavía por verse: el de Emmanuel Macron, en Francia. Tampoco se trata de un ciudadano independiente, sino de un asesor, primero y ministro después, del gabinete del socialista François Hollande, quien al competir en solitario provocó la implosión del sistema francés. Se hizo velozmente de una fuerza política no sólo propia, sino actualmente hegemónica.

México desarrolló desde 1996, gracias al dinero público, un fortísimo sistema de partidos, cuyo futuro está en juego. No sabemos si destruirlo o reformarlo. El remedio mesiánico puede ser peor que la enfermedad, pero aplazar una vez más su reforma parece también, a mediano plazo, catastrófico. Y el Plan B no parece ser la salida.

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