Me corresponde, una vez que el duelo universal por la muerte de Amos Oz (1939–2018), ocurrida en los últimos días del año pasado, ha exaltado al sionista amigo de los palestinos (recalca Mario Vargas Llosa que gracias a él sólo en Israel se sentía un hombre de izquierda) y al novelista virtuoso, insistir en el magnífico maestro de literatura que fue. Lo demuestra La historia comienza: ensayos sobre literatura (1999), en cual se preocupa por la forma con que dan comienzo sus novelas y cuentos Fontane, Agnón, Gógol, Kafka, Chéjov, Yizhar, Morante, García Márquez, Carver y Shabtai.

Género joven, la novela moderna transitó del siglo XX al XXI presentando a maestros consumados no de lo Real Maravilloso atribuido a tierras del planeta tenidas por exóticas, sino de la estructura narrativa, que distingue y distinguió, como refinados especialistas, a J.M. Coetzee, el propio Vargas Llosa, a Orhan Pamuk, a Mathias Enard, a Roberto Bolaño, Philip Roth, a Zadie Smith o a el propio Oz. Con ellos, otros novelistas quizá menos dotados intelectualmente pero narradores que no le dan respiro a sus lectores, prueban, me temo, que la atractiva eficacia de tantas series de televisión, sería imposible sin la prodigiosa máquina de contar en la cual se convirtió la novela justo después de que fuese emitida su enésima acta de defunción.

A Oz le apasionaba el íncip, que en la tradición hebrea y luego cristiana son las primeras palabras de un documento que le dan título al texto completo. Haciendo un uso abusivo, por extensión, de la palabra, el novelista israelí fue un catador de íncips. Esa imagen primera guiaba su lectura de una novela o de un cuento, como lo hizo magistralmente en La historia comienza y dictaminaba, una vez concluida la lectura, la bondad o no, de su experiencia. Sabía que los buenos principios de un relato no necesariamente nos llevan por buen camino y que comienzos desastrosos pueden redimirse a lo largo de la narración.

Ante la muerte de Oz me acerqué a la repisa de la literatura judía —esa que un buen amigo, judío por más señas, hizo caer al recargarse en ella durante la fiesta por mis cincuenta años— donde descubrí que eran demasiados los Bashevis y pocos, demasiado pocos, los Oz. Me acordaba bien de La historia comienza y decidí, en honor del recién fallecido, aplicar su método a una de sus novelas. Una que yo no hubiera leído. Resultó electa La caja negra (1988), traducida del inglés y no del hebreo, pero ni modo, pues se trata de una novela epistolar, género poco frecuentado por mí en los últimos tiempos. Tras la dirección del destinatario de la misiva —el héroe de la novela—, quien le escribe, Ilana, su ex esposa, le da comienzo ejemplarmente: “Querido Alec: Que no hayas destruido esta carta al reconocer mi letra en el sobre prueba que la curiosidad es más poderosa que el odio. O que tu odio necesita leña fresca”.

La novela nunca defrauda las expectativas creadas por esa entrada. Oz se sirve de la novela epistolar para escribir una suerte de tratado de teología moral cuyo tema no puede ser otro que Israel. La trama, en La caja negra, es lo de menos. Alexander A. Gideon, un connotado profesor de ciencia política en Chicago y experto (como Oz) en el fanatismo religioso, judío secular y universalista de origen ruso, es, a la vez víctima y victimario de su exmujer, de su actual marido —un colono integrista— y del hijo concebido por él mismo (Alec) e Ilana: Boaz, un chamaco sin oficio ni beneficio.

Los chismes, las querellas, los chantajes y un pequeño coro de personajes menores quienes se manifiestan a través de telegramas, son sólo el hábil instrumento utilizado por Oz para enfrentar dos voluntades. Una, movida por la culpa del abandono, la encarna Alec. Otra, la urgencia de salvación, la sufre el fanático Michel, el actual marido de Ilana, la mujer que toca tierra entre ambos extremos y mediante un consuelo no exento de sarcasmo lleva, a todos los protagonistas de esta novela familiar, hacia el perdón. Notoriamente el título hace alusión a la caja negra a rescatar tras las catástrofes aéreas y al dicho, atribuido a algunos (Harold Bloom entre ellos), de que la caja negra de un matrimonio fracasado nunca se encuentra.

Por ello, a diferencia del conflicto árabe/israelí, en el oscuro fondo de La caja negra y de toda la obra de Oz, que es una situación propiamente trágica porque no tiene solución probable y en la cual, además, cada parte tiene razones legítimas para pelear, esta novela tiene final feliz. Oz, quien descreía del apotegma de Tolstói sobre las familias felices y las familias infelices, en La caja negra ofrece, alrededor de un Alec (combatiente en la Guerra de los Seis Días y en la del Yom Kippur como su creador) tocado por el cáncer que regresa a Israel para morir en familia, la reconciliación, aunque el moribundo recalque, con la antigua lengua hebrea, que el tiempo presente es una imposibilidad no sólo gramatical.

Acaso en La caja negra está la reconciliación que este escritor–soldado (uno de los pocos de esas características que sobrevivieron entre nosotros) quiso para Medio Oriente, como militante pacifista, aunque el pacifismo de un sionista no sea, como Oz insistió, necesariamente la no violencia. El letrado protagonista, como el católico Georges Bernanos, cree que la infelicidad es una fuente de bendición. Eso —dice Amos Oz a través de los apuntes de Alec— es judaísmo puro: carece la Biblia de una palabra equivalente para la felicidad. Pero, no habiéndola, La caja negra es la paradójica crónica de un diálogo de paz y por ello, la última palabra en La caja negra no puede ser sino “Amén”.

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