Está en curso la obscena subasta de “donaciones” y caridades ofrecidas por los partidos políticos a la población afligida por los terremotos de septiembre. Pero ni uno sólo, temerario o ingenuo, de sus dirigentes se ha sentido urgido de manifestar lo indispensable que les es ese dinero para cubrir sus diligencias.

A confesión de partes, relevo de pruebas, dicen. Tirios y troyanos han demostrado, flagrantemente, que el subsidio público les sobra, al grado de que pueden desprenderse de éste en porcentajes que van de 25 a 100%, ansiosos como están de agenciarse al elector. Se comprueba lo argumentado hasta el cansancio por los estudiosos: inflacionaria, nuestra democracia es onerosísima y el financiamiento estatal, gasto suntuario que oculta el mercado negro electoral.

Pero nada más peligroso que tomar decisiones de calado al calor de la desesperanza o del oportunismo. Hay algo peor que tener partidos políticos millonarios y corrompidos: no tenerlos. Antes de someter a la Constitución a las urgencias de la Naturaleza y de plano expulsar a los partidos del erario, cabe preguntarse —pues los políticos no lo hacen pues les da igual, dicen, tener que no tener— qué clase de democracia electoral queremos: una que entregue la política al dominio de lo privado, despojando a los partidos de su carácter de entidades de interés público u otra donde este criterio siga imperando. Creo que lo segundo es menos peor que lo primero. El financiamiento público debería ser drásticamente reducido, pero no eliminado, porque no deja de ser una forma de control republicano sobre los partidos políticos. Del todo sueltos, me temo, serán aun más dadivosos, manirrotos o víctimas de la cleptomanía, según les pinte la ocasión.

Debe impedirse, sobre todo, que los partidos usen a discreción ese dinero del erario para engordar sus clientelas electorales, como lo hicieron, después de los terremotos de 1985 las organizaciones sociales que financiaron, siguiendo los usos y costumbres priístas, el cardenismo en 1988. Existen mecanismos de transparencia para que sea el Estado quien entregue esa solidaridad tan urgente a los miles de mexicanos desprovistos de la seguridad de un techo donde vivir, víctimas de una auténtica crisis humanitaria.

Esos ciudadanos quienes se han dado por completo al auxilio del prójimo semejante, requieren de una reflexión. Ciudadanos, debe insistirse, somos todos, desde el Presidente de la República hasta el más humilde de nuestros compatriotas, de tal manera que mal empieza sus pasos el frente opositor al usurpar, barbarie conceptual mediante, el mote de “ciudadano”. La llamada “ciudadanización”, salvo excepciones, es un maquillaje al que recurren los políticos para venderse mejor ante un electorado que suponen inepto aunque, pese a execrarlos, los vota. Ciudadanos ejemplares los tenemos y hoy están, solidarios, entre ruinas, pero lo que nos urge no son políticos disfrazados de ciudadanos, sino políticos profesionales, es decir, aquellos que distingan lo privado de lo público.

No veo en 2017 una repetición del cuento piadoso que hace del temblor de 1985 la emergencia de la “sociedad civil” que resquebrajó al PRI en las elecciones de 1988. Salir a la calle y permanecer en ella durante días y noches atañe a la virtud de los antiguos o a la bondad natural predicada por Rousseau, no a la “política”, tal cual la entienden los partidos modernos. Es aventurado calcular esa energía solidaria desplazándose hacia las urnas. En su esencia, esa energía es apolítica. Si descreen de la Ciudad tal cual ha sido diseñada por sus gobernantes, desafían sus reglas y desobedecen sus reglamentos, es difícil suponer que esos ciudadanos, en su mayoría, se organizarán electoralmente. Les repugna instintivamente el Estado y son indiferentes a las renovaciones rutinarias de la élite.

El amor por el semejante suele ser ajeno al apetito por el poder político y la ola solidaria irá bajando, una vez cumplida su heroica, por momentánea y desinteresada, función vital. Otra cosa es aprovechar a la Naturaleza para refinar a la civilización, lo que en el caso mexicano, es muy sencillo: los partidos confiesan poder sobrevivir sin su millonaria pitanza. Tomémosles la palabra.

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