Descartadas todas las sentencias de muerte proclamadas contra la novela, es indudable que durante casi tres siglos el género no ha dejado de desarrollarse y sorprender a ese público que simultáneamente creó a la novela y fue formado por esta. El mundo, desde Scott y Balzac, se ha novelizado, o dicho de otra manera, El corazón de Midlothian o Las ilusiones perdidas, ausentes, les faltaban al mundo. No sólo la novela no ha muerto sino lo ha invadido todo, al grado de que el crítico italiano Alfonso Berardinelli, citado por Leonardo Valencia en Moneda al aire. Sobre la novela y la crítica utilitaria (Turbina, Quito, 2017), nos previene contra la tendencia a darle carácter novelesco a toda ficción. La novela es algo más que aquello “que se lee como una novela” y su anhelo de totalidad va más allá de formas, previas o posteriores —del folletín al cine— que con ella se miden.

La reflexión sobre la novela nunca cesa porque los grandes novelistas se suceden generación tras generación. No creo en la decadencia pero asumo ese efecto óptico que nos obliga a ver en reducida escala al presente y hacer del pasado y de sus padres fundadores, una gigantomaquia. Un Murakami, de tan mala prensa entre los estudiosos, nos parece un enano junto a Thomas Mann y, sin embargo, el flujo de novelas formidables, para todos los gustos, dista de haberse interrumpido. Desde luego, el heroico tiempo de fundación —el decimonónico con el linaje francés nacido con Stendhal, con los rusos, los victorianos y un Moby Dick— ya pasó. También la lección “modernista” de Proust, Joyce y Kafka fue dada una sola vez para que generaciones y generaciones la repitan, la memoricen o la sobajen.

Abundan historiadores heterodoxos de la novela los cuales quieren ir antes de Cervantes en la búsqueda de los fundadores bizantinos del género, de la misma manera en que la ortodoxia es variable y estimulante. Tengo sobre mi escritorio dos libros sobre la novela. Uno, el ya citado, del novelista y crítico ecuatoriano avecinado en Barcelona, Valencia (Guayaquil, 1969), un muy menudo ensayo, opúsculo que contiene una lección. Otro, grueso, es La novela múltiple (Anagrama, 2014), del británico Adam Thirlwell (1978), que es un festejo nacido del proyecto del autor —también novelista— justificado en la pretensión proyectada y ejecutada de que toda novela es traducible.

La lección de Valencia arranca citando Los restos del día, del Nobel Ishiguro, cuyo mayordomo, duda, como todos los comentaristas del género que van a ser citados enseguida, sobre si leer novelas es útil o es perder el tiempo de manera inicua o peligrosa. El repaso de Valencia prosigue con Pierre–Daniel Huet, quien en 1670 advirtió que la novela es al mismo tiempo placentera e instructiva. Más tarde, el Marqués de Sade, autor de unas Ideas sobre la novela (1800), tienta al faustismo: sus propias novelas, a la vez convencionales en su forma e insuperables en su pánico erótico, retratan al hombre no sólo como es, sino “tal como sería por las modificaciones del vicio”. Poco antes, Schlegel fue más lejos afirmando que “las novelas son el diálogo socrático de nuestro tiempo”, mientras que la mundana Madame de Staël, alma política, admitía el lugar de la elocuencia moral en el género, siempre y cuando, la novela, a su vez, divirtiera.

Corría el siglo XIX y Poe introdujo una variable desde entonces omnipresente: no es lo mismo la brevedad de un cuento o de un poema, que han de leerse de una sentada, mientras que las novelas, aspirantes a la totalidad, sólo pueden leerse por intervalos, lo cual nos lleva a la advertencia muy digna de tomarse en cuenta —y no sólo porque fue Kant quien la profirió— de que leer enormes novelas nos coloca en el terreno de esa soledad profunda, a la vez sublime y terrorífica.

En el apretado resumen de Valencia, que no tiene desperdicio, dejamos atrás a las dilatadas y gruesas novelas decimonónicas, que culminan y mueren, digo yo, con En busca del tiempo perdido, para entrar en el conflictivo reino del lenguaje. Siempre lo tuvieron, las novelas, pero tras las vanguardias, cedido el dispositivo narrativo más eficaz al cine, de la misma manera que la fotografía liberó a la pintura de su servidumbre ante lo real, la novela deja de buscar la complacencia del lector y lo arroja a un infierno verbal en el cual se pierde el consuelo de las convenciones manidas. Por supuesto, tanto Cervantes como Laurence Sterne tentaron ese destino: la gran novela, o desconfía de la mala literatura, o desconfía de sí misma.

Hablando de por qué García Márquez nunca cedió los derechos de Cien años de soledad para el cine o de que Kafka (yo lo ignoraba) se negó a que su peculiar insecto apareciera en la portada de la primera edición de La metamorfosis, ilustrada por Ottomar Starke, Valencia entra al dominio pedagógico. La experiencia visual es ajena a lo esencia de lo novelesco: ni el teatro ni el cine ni cualquier otra ficción narrada en una pantalla puede sustituirla. “Inherentemente discontinua”, la lectura novelística —y esto lo agrego yo— tiene que ver con la experiencia, tan despreciada por los modernos, de la imaginación como forma de la memoria.

Cada lector de una novela es autor, por ejemplo, de los rostros de los personajes que se va encontrando en la lectura o de los parajes a los cuales lo conduce de la mano el novelista. La lectura de novelas, como acicate de la ideación creadora, es intransferible, no se parece a ninguna otra aventura sensorial. Afirma Thirlwell en La novela múltiple, que en la novela, como dijo Valéry a propósito de Stendhal, lo verdadero es inconcebible. Tanto el británico como el ecuatoriano creen esencialmente en que toda novela es traducible aunque cada traducción sea obcecadamente individual. No sólo se traduce de una lengua a otra, por supuesto, sino de una mente a otra, la del novelista, la del lector, la del personaje: en el orden que se prefiera. Gracias a esa apuesta, a su manera infinita, la novela siempre está en sus comienzos. Por ello, paradójicamente, leer novelas, a lo largo de décadas, acaba por fatigar. El ejercicio continuo acaba por atrofiar a esa forma tan exigente de la imaginación. Pero ese es otro tema. Ese sí, decadente.

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