Si es verdad que hemos entrado en una época posliberal donde imperan las tiranías democráticamente electas, más nos vale seguir estudiando a los nuevos tiranos y cómo ejercen un poder que ya no es absoluto ni recurre fácilmente a la represión física, pero va cerrando las sociedades imponiéndoles aquello que Leo Strauss llamaba la “lógica equina”, es decir, el poderoso, como los caballos, no puede mentir. Dictadores desesperados y sanguinarios como Maduro y Ortega más bien son reminiscencias del pasado y a los nuevos tiranos los ejemplifican, nada menos, que Putin y Trump, cuya tierna amistad no es hija de la casualidad.

Rusia, ya se sabe, nunca supo lo que era una democracia liberal, salvo algunos meses en 1917 antes del golpe bolchevique y en los primeros años noventa del siglo pasado, y por ello el hundimiento de la URSS dejó en claro que la naturaleza no soporta el vacío y éste fue ocupado por el zar Vladímir con una receta que se ha ido imponiendo a lo largo del nuevo siglo: un partido territorial hegemónico cuya ideología es un nacionalismo, ya belicoso, ya victimista, suministrado con facilidad por cualquier historia nacional; un Estado todopoderoso que, a diferencia del defenestrado comunismo, deja en libertad de enriquecerse a una ostentosa oligarquía siempre y cuando deseche cualquier veleidad democrática; medios masivos de comunicación controlados por el Estado con libertad de prensa y pensamiento limitada para los círculos universitarios e intelectuales, generalmente cercados. Se les permite la indignación, nada más. Se les humilla y se les desestabiliza mediante la agresividad permanente de las redes sociales, mismas que los ex soviéticos usan en su intento por crear, en todo el mundo regímenes amigos, contaminando con influyentes noticias falsas a todos aquellos que representan el viejo liberalismo político. Si todo falla, Putin, en un gesto que gozaría de la aprobación de Pedro El Grande, manda envenenar a sus adversarios, donde quiera que se encuentren.

Si Putin era previsible, no lo era, desde luego, Trump. Esa pesadilla es hija del anacronismo estadounidense, donde un colegio electoral inventado en el siglo XVIII permite que el candidato ganador del voto popular (como fue el caso de Hillary) no sea presidente, sino el que reúne mas votos electorales de cada uno de los estados federales. La inesperada —hasta para él— victoria de Trump ha puesto a prueba los contrapesos de la democracia moderna por antonomasia, con resultados que hasta la fecha han impedido que prospere una verdadera tiranía, aunque Trump desea hacer mucho de aquello practicado por Putin a través del arsenal xenófobo, la agresión mediante las redes sociales y una autarquía demagógica. Se predica un proteccionismo económico destinado a favorecer a la clase media cuando en realidad se sobreprotege a los más ricos. Se mima a los autócratas enemigos y se desprecian las pocas democracias liberales sobrevivientes, por fuerza amistosas, como la francesa o la alemana, ambas rodeadas de migrantes desesperados provenientes de África y Medio Oriente, cuya urgente presencia ha provocado que ya Italia tenga un gobierno empático con las nuevas tiranías.

Trump, desde luego, todavía puede perder las elecciones intermedias de noviembre y verse acotado en su delirio, lo cual no es una garantía de moderación, porque de los tiranos clasificados por Strauss, el desquiciado habitante de la Casa Blanca es, sin duda, una anomalía. No es el platónico príncipe filósofo, pero tampoco —sí lo es Putin para sus seguidores más fanáticos­— un gobernante cuya aparente normalidad oculta la secreta personalidad de un futuro dueño del mundo. Cuando vemos que Trump ama más a Putin que a los republicanos quienes en mala hora lo llevaron al poder y acusa de incompetentes a sus propios servicios secretos para luego desdecirse, nos encontramos, en su patológica dislalia, con un tipo de tirano antes sólo conocido en reinos de hojalata y repúblicas bananeras, el tirano bufón. El problema es que para sus votantes, sus chascarrillos, amenazas, mentiras rampantes y falsas verdades, son una verdad animal, precisamente, la de los caballos. Para sus seguidores, no importa si Trump miente, sino que su bufonería los distraiga de la realidad. Pero aun las horrendas particularidades de Trump no son un hecho aislado, sino el caso extremo de una tendencia mundial donde el tirano, hierático, burlesco o campechano, según el caso, desmantela a la sociedad abierta con la anuencia, el entusiasmo y la fe de sus votantes, quienes, como lo prueba la historia, generalmente atentan contra sus propios intereses y al descubrirlo, demasiado tarde, se indignan en medio de las ruinas.

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