Se van cumpliendo las efemérides del cincuenta aniversario del movimiento estudiantil de 1968, con sus lecciones, heroísmos, mentiras piadosas y espejismos. De sus beneficios quedan pocas dudas: el régimen autoritario de la Revolución Mexicana recibió un golpe simbólico del cual nunca se repuso, perdiendo su legitimidad ante las élites en formación, esos jóvenes estudiantes que salieron a marchar y fueron reprimidos en vísperas de aquellos Juegos Olímpicos llamados a festejar, gracias a Díaz Ordaz, el retardado ingreso de México en el supuesto banquete de la civilización, librándose así de su mala fama de nación bárbara y pendenciera.

El golpe sufrido en la línea de flotación del gobierno fue un impacto cuya magnitud lo fue resquebrajando lentamente: obligó al presidente Echeverría a impostar una “apertura democrática” que, bautizada en sangre el 10 de junio de 1971, sólo sirvió para liberalizar la censura periodística y dar a los intelectuales (Cosío Villegas, Paz, Fuentes, Benítez, Monsiváis) el derecho al disenso público. También masificó a las universidades y renovó la planta burocrática con nuevos profesionistas creyentes en que el Estado podía reformarse desde adentro, lo cual volvió más dúctil el diálogo con la opinión pública. Cuando el propio Echeverría quiso dar marcha atrás —con el golpe a Excélsior en 1976— el tiro le salió por la culata y queriendo silenciar al único diario opositor, provocó el nacimiento de nuevos impresos críticos que ya no abandonarían la escena. La TV y la radio mantuvieron su obsecuencia al Señor Presidente.

El 68 tampoco modificó el sistema de partidos (lo observó oportunamente Zaid, al invitar a Paz a hacer una revista liberal y no insistir en crear otro partido de izquierda), ni democratizó el sistema político, lo cual sólo ocurrió veinte años después, cuando, contra la opinión prevaleciente en la izquierda, el PRI se desgajó y nació el neocardenismo, al cual las circunstancias le impusieron una agenda democrático–electoral ajena a su espíritu corporativo. Se ganó, por unas semanas, el derecho de manifestación, cancelado el 2 de octubre y rematado el 10 de junio, y sólo efectivo en su totalidad hasta los años ochenta.

En cuanto a la clase obrera, que llegó a ser llamada por un teórico marxista, “el ariete del régimen”, pese a las molestias causadas a la burocracia sindical por el llamado “sindicalismo independiente”, parcela a donde fueron a dar los estudiantes reprimidos ahora en calidad de profesores universitarios, poca cosa cambió. El certificado de defunción del antiguo proletariado industrial como el supuesto antagonista histórico del gran capital se hizo público en México y con mucho retardo, hasta 2000, cuando el PRI se fue por primera vez, ante la indiferencia de los viejos sindicatos charros, los cuales le siguieron cobrando el derecho de piso a los sucesivos gobiernos conservadores.

El 68 sacó a las calles a la porción más crítica de la sociedad, a los estudiantes, sus maestros y a los padres de familia, hartos de la beatería oficial, pero no fue un movimiento popular, pese a que la llamada memoria histórica lo rememoró como tal. La brutalidad del 2 de octubre derrotó al movimiento, pese a que hubo algunos personajes del régimen que hubiesen preferido negociar y dotó a la izquierda de un capital humano —los presos políticos— que demostraba la hipocresía de la Revolución Mexicana, en cuyo nombre se cometió un crimen de Estado ante una indiferencia internacional casi unánime.

Quien haya sido niño o joven hace cincuenta años recordará que, lejos del radio de influencia de las universidades, el movimiento fue una isla, no por estar bajo fuego menos insular, en un mar de despolitización, reverencia supersticiosa al poder político, así como anhelo constante y sonante por formar filas en una clase media que crecía junto al ritmo espectacular del desarrollo estabilizador. Al menos en la mitad de las familias imperó el miedo de que los estudiantes, al servicio de agentes extranjeros como lo inducía el insidioso monólogo gubernamental, trajeran de regreso al México bronco. La mañana del 3 de octubre, salvo por el titular de Excélsior que hablaba de un tiroteo en Tlatelolco y algunas muestras aisladas de indignación, fue como cualquier otra. Pero algo, invisible, había cambiado para siempre.

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