Hasta la quinta acepción, de nueve posibles, el diccionario de la Real Academia Española (RAE) señala respecto del término Moral: “5. f. Doctrina del obrar humano que pretende regular el comportamiento individual y colectivo en relación con el bien y el mal y los deberes que implican.”

Y, aunque se pueden tener y son muy saludables las diferencias con la RAE —que de vez en cuando se pasa de listilla con la inclusión de algunas palabras, particularmente neologismos—, se puede estar de acuerdo con la Academia quizá en un 99% de los casos. Vamos, que la palabra “moral” no ofrece ni histórica ni sociológica ni geográficamente problema alguno en su definición. Y por eso es muy importante que sea hasta el quinto sitio en el cual el diccionario recoge la voz como “Doctrina del obrar humano”. Esto es: una de las manera de interpretar la palabra “moral”, muy lejana ya de su origen —tan lejana como que hay otras cuatro formas más cercanas de entenderla— es aquella que se refiere a una instrucción o un sistema que desde luego es de origen, por decir lo menos, formativo (ya muy cuestionable) y por decir lo más, mandatorio (lo que faltaba).

La moral, pues, es el uso y la costumbre. No hablamos de malas mañas ni de vicios ni fornicios, sino de la realidad de la moral que no se dicta sino que se vive, que no es retrato mandado a hacer sino espejo de lo que ya se es como grupo social.

La moral, como el lenguaje, se hace con el uso. Y vale muy bien el ejemplo: aquel idioma por cierto melodioso del Esperanto, que con la mejor de las intenciones creó L. L. Zamenhof para ser una especie de lengua universal, fracasó estrepitosa y cruelmente porque el lenguaje no se impone, sino que brota y a sí mismo se fortalece y se afina según se emplea. Por eso, esta idea en boga del lenguaje inclusivo que pretende borrar con enorme candidez el sexo de las palabras y sustituirlas por una letra “e” o hasta por una “x”, es sólo plausible en tanto una iniciativa que busca igualar deberes y derechos de ambos sexos. Pero le sucederá lo mismo que al Esperanto: no habrá país ni poblado ni una calle siquiera en donde todas las personas hablen sustituyendo la “a” y la “o” por la “e” y la “x”. El lenguaje, exactamente de la misma manera que la moral, no se puede imponer: está vivo, como viva lo está la moral y por ello es cambiante pero no regulable desde fuera.

Por eso resulta tan triste y rayano en lo patético que se quiera imponer no ya una lectura, sino un comportamiento a partir de lo que en un libro se dicta. Patético porque es un trabajo, un dinero y un esfuerzo que se va a ir por el drenaje como tanto se ha ido en las más recientes siete semanas. Triste, porque don Alfonso Reyes, ante cuya sabiduría y conocimiento universalista hay que ponerse siempre de pie, no merece que uno de sus volúmenes —aunque haya sido hecho por encargo de un político— acabe sus días sin ser leído y peor, ignorado.

La Cartilla Moral, que ha empezado a distribuirse por ahí sin método, sin orden ni concierto, no tendrá función alguna más que la de incluir su obsequio en algún discurso. Nada más. Ni el enorme maestro Reyes puede —ni quiso, insisto, aquello fue por encargo— imponer una forma de ser ni iluminar los usos y costumbres del mexicano. Ni él, con su prosa de ebanista y su capacidad de pensamiento propio del Renacimiento. Ni él ni nadie.

El comportamiento suyo y mío es propio de la mexicanidad, y ya pensadores de nivel cuántico lo analizaron hasta sus últimas consecuencias: Jorge Portilla, Samuel Ramos, Octavio Paz, Leopoldo Zea o Carlos Monsiváis. Ninguno de ellos quiso más que saber cómo somos, y a fe que lo lograron cada uno en su zapatería. No buscaron imponer un orden moral porque sabían que justamente la moral es ya de por sí y para sí el orden y la manera en que nos comportamos a sabiendas de lo que es el bien y el mal, una diferenciación, por cierto, que el cerebro humano aprende muy pronto.

Entonces, no sólo es inútil que me digan cómo ser porque el ser es lo que conforma precisamente mi personalidad, que se modela de muchas maneras pero no con cartillas ni buenos deseos. Y, mire bien, lector querido, le aseguro que coincidiremos en lo siguiente: es ofensivo, muy ofensivo, que alguien —no importa ya con cuantos votos de castigo haya conseguido lo único que deseaba en la vida para luego no saber ni cómo se encienden los controles de la nave— nos quiera decir cómo actuar, cómo pensar, cómo decidir entre aquello que desde prácticamente niños sabemos que es bueno —o que es malo y que también es una de las posibles elecciones— para nuestra vida ciudadana.

Y para no quedarnos con esa amargura, permítame invitarlo a que consiga y disfrute de textos como las Meditaciones, de Marco Aurelio; La conquista de la felicidad, de Bertrand Russell; el Oráculo manual y arte de la prudencia, de Baltasar Gracián; Sobre la felicidad, de Epicuro; o Maestro de vida, de Michel de Montaigne.

La felicidad y la moralidad no están en los libros, sino que son parte de los libros. Y cuando alguien le quiera soplar por la nuca una “cartilla”, recuerde la sabia conseja popular respecto al inalienable derecho del ser de cada quien y de su entorno: “Es mi perro, y yo lo baño”.

@cesarguemes

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