El monstruo es él.

Y también el santo.

Tiene una monstruosa capacidad de creación de mundos, personajes, escenarios, atmósferas, sensaciones. Y sabe, aprendió, a narrarlos.

Nadie nace así. El talento se trae, vamos, no se puede comprar en sitio alguno, pero sólo es la semilla, una de tantas con las que aparecemos en el mundo. Desarrollarlo, cuesta, diríamos con el lugarazo común, “sangre, sudor y lágrimas”, pero en realidad es uno y la mitad del otro. Y es tan sencillo como suena, sólo que es muy extraño que alguien cambie su “zona de confort” (rasurada-manejada-trabajada-regresada, insufribles sábados llenos de chillidos de gentecita de todo tipo que aparece en tu departamento —que no te deja ni ver empatar en paz a tu Cruz Azul de toda la vida— a infumables “domingos familiares”) para ser el feliz creador, partiéndose la cara, con lo que realmente sabe hacer.

Ya no habrá tiempo de preguntarle al maravilloso Guillermo del Toro sobre la zona de confort de la que escapó de adulto, y ya no importa. Después de crear y filmar La forma del agua, el valeroso cineasta alcanzó la santidad. No la barata, que vende ahí sí “ya sabemos quién” y a cambio de qué abominables silencios —como escribió en estas páginas justo hace una semana la admirabilísima Ana Francisca Vega en su artículo (@anafvega)—, sino la real santidad, la que consiste en compartir el trabajo perfecto con los demás; en hacer, diría el clásico, que cualquiera junto con Del Toro pueda soñar durante la proyección con los ojos abiertos.

Dice, ha dicho, volverá a decir que los monstruos lo salvaron varias veces en la vida. La primera cuando tomó contacto con ellos, y lo aterrorizaban. Y entonces, de ahí lo valeroso de su proceder, hizo un trato: permítanme vivir mi vida (Guillermo era un niño pequeño) y seré su amigo para siempre, les dijo. Los monstruos cumplieron, y él está a punto de compartir con ellos un Oscar.

La forma del agua es una historia de amor, pero no una comedia rosa, ni siquiera es una comedia, es un drama. Y es imposible, el escribidor lo afirma con el conocimiento de causa recaudado entre sus congéneres y a partir de la propia experiencia, no quedar cautivado por el personaje encomendado a Sally Hawkins: la superación de la falta de alguna capacidad, la autodisciplina, el cumplimiento del deber encomendado, la lealtad que lleva a la falta de sumisión dictatorial poco después para entregarse a ser aquello para lo que se sabe necesitada: el amor por el otro que representa una forma de amarse y respetarse, a pesar de los pesares, a ella misma.

Decir más, bordea el repelente “spoiler”. Reconozcamos sin embargo, de pie y con aplausos, al fuera de serie Michael Shannon, “el malo de la película”, aunque se haga odiar: para eso le pagan, le pagamos, y a fe mía que desquita con creces su salario. Y, en más de un sentido, el verdadero monstruo sólo que salvaje es él, su personaje, incapaz de entender lo que tiene delante. Al fin y al cabo, en la personalidad de todos alberga un monstruo y un santo, o varios, manifestados hasta de las maneras más inocuas, inocentes e inofensivas, como la del sujeto exitoso, dueño absoluto de su mundo, que se pone un traje formal, y cuando no hay quién lo vea, pone por ahí una bolsa de alimento para algún gatígrafo a quien nunca ve pero que a cambio le deja en el mismo sitio una prueba (la envoltura de un caramelo, la pluma suelta de un ave, una canica extraviada) de que estuvo ahí y agradece así en la medida de sus posibilidades. Santo uno, monstruo e invisible el otro.

Si no ha visto usted Mimic, Cronos, Blade (parte dos), el par de Hellboy, Pacific Rim o ese poema titulado El laberinto del fauno, está a tiempo. Que no le digan, que no le cuenten. Y déjese envolver tres semanas trepidantes con la lectura de la trilogía de novelas que Del Toro ha escrito, entre otros libros (el terceto en particular con Chuck Hogan): Nocturna, Oscura y Eterna. Los encuentra en cualquier librería y en todos los formatos.

Al acercarse a La forma del agua, sólo resta darle la razón al gran Jorge Ayala Blanco, quien hace ya tiempo en una charla de café le dijo al escribidor una luminosa verdad: “Mientras haya cine, hay esperanza”.

@cesarguemes

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