Que si la exhibición de la cinta Roma, de forma gratuita, en lo que fuera la explanada del helipuerto de Los Pinos, es un acto de afinidad política, no está a discusión.
Lo importante, más allá de las cercanías ideológicas, es la batalla que claramente se ha establecido ya entre las plataformas en las que el usuario es quien manda porque elige, y las salas de cine que se mueven —esto es el libre mercado y ni hablar— en función de atraerse el mayor número posible de ganancias económicas.

Ahí está el verdadero combate. Y, por lo que se puede apreciar, es muy posible que en países como el nuestro sean las transmisiones de cintas por televisión de paga más las plataformas pensadas para lo mismo y cuya señal llega a través de Internet las que ganen la preferencia del usuario.

Aquello que sucedió en Los Pinos quedará, claro, como parte de la historia, pero no del cine mexicano, sino de la relación de al menos un creador con la nueva administración federal en turno. Naturalmente hubo un acuerdo. Nadie, ni el nuevo gobierno, en su sano juicio, se atrevería a ofrecer sin costo y de forma masiva una cinta que fue hecha, como se hacen prácticamente todos los grandes filmes, con capital privado. Vamos, que la relación entre Cuarón y el gobierno actual debe ser muy cordial. Es cierto que, por otro lado, hubo un previo diferendo: Roma, pensada para estrenarse en Netflix, no pudo mostrarse en las salas comerciales de siempre porque no se puede estar con melón y con sandía al mismo tiempo, y los exhibidores de los grandes complejos tienen sus reglas, del mismo modo que plataformas como Netflix tiene las suyas propias. Así que la película comenzó a poder verse en algunos sitios con público muy reducido y en países distintos al nuestro. Pero todo ese asunto, que no guarda relación con la calidad de la obra, es negocio de los que trabajan en esa industria y de la cercanía del cineasta con quien a bien tenga, tanto da si es una plataforma que corre vía Internet o la administración pública de una nación.

Roma, ciertamente una pieza que habla del trabajo riguroso de Cuarón, vino a convertirse en el claro ejemplo de la película de la discordia entre unos empresarios, los dueños de las cadenas, y otros empresarios, los titulares de las plataformas.

El cinéfilo, o sea usted que acude a estas páginas, y aquí su escribidor de cabecera, tenemos todo el derecho de ver el cine que nos plazca en el formato que mejor nos cuadre. Y, es cierto, todos los directores afirmarán que su cinta fue hecha desde que no era sino una idea en una servilleta, para la pantalla grande, y entre más enorme la pantalla, mejor.

Tienen razón en parte algunos de quienes mantienen tal argumento, pero en realidad son muy pocos. La realidad que hoy transitamos implica que puede verse una película en un celular cuya pantalla cabe en la palma de la mano y con un excelente sonido vía los audífonos, que en una superficie un poco más amplia como una tableta o ya de plano en una pantalla casera (que no fortuitamente se han abaratado hasta lo indecible, y qué bueno, por otra parte) que puede ir de las 30 a las 100 pulgadas o más. ¿La película, en tanto el disfrute estético y la comunicación del contenido que posee es igual? Los puristas dirán que no, que el cine sólo se ve en el cine, en un pantallón kilométrico y con un sonido que se oiga hasta la calle de enfrente. Pero usted y yo, querido lector, sabemos que en realidad no es así.

Vea el ejemplo de los libros: ¿su experiencia lectora es mejor en un volumen de pasta dura —el que se oferta y vende primero—, en uno de pasta blanda, en el mismo título pero en la edición de bolsillo o en un celular o una tableta? La aventura lectora no cambia si usa uno de esos cinco formatos o gusta de emplearlos todos. Si quiere subrayar un párrafo, puede hacerlo en cualquiera de ellos. Si gusta de tomar notas, llevar un censo de personajes, ir trazando un mapa de la estructura y de las interrelaciones entre descripción y diálogo, lo hace por igual en los cinco formatos. Y con el cine ya sucede lo mismo.

Es verdad que durante décadas la experiencia cinematográfica era de orden social: había que acudir al cine, reunirse ahí con personas necesariamente desconocidas, volverse cómplices por un par de horas —así es el fenómeno de masas— y reír o sorprenderse al unísono con lo sucedido en la pantalla. Pero ese detalle gregario que se desvanecía en cuanto se esfumaba la oscuridad de la sala, no hacía ni mejor ni peor a la cinta.

La cada vez más acusada falta de civilidad en los cines (celulares prendidos, patadas en los respaldos, bolsas de papitas que suenan y resuenan, gente que llega tarde o que ya ni siquiera guarda el mínimo silencio), más el precio, más la variedad del catálogo de las plataformas contra los cines, hace que esta pelea se vaya inclinando cada vez más a la experiencia visual en la cual el espectador elige qué ver, a qué hora, con quién y bajo qué condiciones.

Roma, pues, independientemente de las proyecciones que con el mejor de los augurios tendrá en escuelas y otros sitios, puso en evidencia que el espectador elige, y si elige, manda. Y, recordemos, lector querido, que aquí el que manda es usted.

@cesarguemes

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