Gracias a su trabajo hay más de mil títulos en el mundo que antes de él no estaban ahí, y se merece por ello no sólo una estatua, sino un altar. Aunque no faltará el desbalagado que piense lo opuesto. Ni modo.

Ramón Córdoba, hoy editor ejecutivo del grupo Penguin Random House, también es, por fortuna, prosista. Todo lector debería acudir a su novela Ardores que matan. No sólo es una enseñanza de narración, sino un divertimento adictivo, muy adictivo. Ahí está el cine mudo, aunque los personajes hablen, y también los mejores recursos “hablativos” de Palillo, en la carpa. No es fácil que el lector se orine de risa con una obra. Y Córdoba lo consiguió. Cada perro tiene su día, el segundo de sus libros publicados como autor, sin embargo, es muy diferente: hay otros registros, “otras voces y otros ámbitos, como” escribía el Señor.

—Me gustaría que le dijeras a tus lectores que vas a continuar escribiendo, que tu existencia como autor tiene camino por leer, que se hace camino al editar pero también al escribir.

—¿Qué te tomas? Gracias por leerme, mi semejante, mi hermano. Y sí: he continuado escribiendo y tengo una novela en proceso de dictaminación. Ese ha sido otro aprendizaje, que también me ayuda a entender las angustias autorales: ya me ha tocado que me digan “el dictamen fue negativo”, “estamos ajustando el plan editorial” y otras cosas, o de plano que ni me respondan… Pinches editores, por eso nadie los quiere. Pero bueno, ya estoy embarcado en más proyectos de escritura.

—Las tres décadas y media que has brindado a los libros te reservaron ya un sitio entre los nombres memorables de la edición en México. Tan sólo pensar todo ese trabajo es desmesurado.

—A estas alturas de mi paseo por el mundo, con los libros y por ellos, he hecho casi todo lo que es humanamente posible y decente: imprimir, encuadernar, cargar, vender, promover, corregir, editar, mutilar, diseñar, contratar, inventar… He visto caer imperios, por ejemplo, el de los linotipistas, el de la fotomecánica y los de varias editoriales eméritas que solíamos creer eternas. Persevero en el oficio, al que llegué por obra y gracia de esa mano invisible que algunos llaman dios y otros azar, porque cuando lo encontré ya venía enamorado para siempre de la palabra, del lenguaje, de sus infinitas posibilidades, y continuar trabajando en los libros representa un bendito aprendizaje cotidiano que me lleva a hacer míos los versos de Borges: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”. Soy afortunado, y mucho: me pagan por hacer un trabajo que amo.

“Se notará que estoy embarcado en una épica personal que me lleva a verme como un combatiente. Siempre en mi trinchera, siempre listo, con un entusiasmo intacto por comenzar a trabajar, por ejemplo, en las páginas de una joven promesa que se convertirá quizá en una estrella refulgente. Con ganas de brindar porque aposté a que de una determinada novela venderíamos miles y lo estamos logrando. Con la plena conciencia de que puede llegar el momento en que de nuevo me toque editar últimas obras y obras póstumas, como las de Fernando Benítez, Carlos Fuentes y Augusto Monterroso. Y, pongámonos épicos a la inversa, sabiendo que la errata, esa travesura del demonio Titivillus, me sigue doliendo igual que el primer día. Si algún día deja de dolerme, será el momento en que considere seriamente mi retiro”.

—Resulta que lo mismo te ves ante el libro de un Nobel que de un autor primerizo. Y los tratas igual. ¿Cómo opera el editor, el responsable último del libro, que es capaz de meter a todos a su redil?

—Ya lo decía el gran Alí Chumacero, yo sólo soy un pastor de la palabra ajena. Y sí: para mí no hay grandes y pequeños, sólo autores y obras. Pero sí hay diferencia: los autores con obra publicada y experiencia en el medio suelen comprender de inmediato que soy su socio, su cómplice, y los jóvenes primerizos suelen asustarse un poco hasta que también logran comprenderlo. Para ello sólo hace falta eso que ha empezado a escasear mucho actualmente: buena conversación, clara, honesta, amigable. Por supuesto, no pierdo de vista que porto una fama y para cuando me toca trabajar con alguien por primera vez, ese alguien ya ha escuchado cosas respecto a mí. Mi fama me precede, inevitablemente. Pero sé que es buena.

—Te conocemos como El Suavecito, porque eres un demonio al cual enfrentar. Amistoso, nadie puede negarlo, pero demonio al fin.

—Tengo cara de sicario y asusto a veces, pero soy sabio y algo que jamás le haré a ningún autor es mentirle o darle el avión. Lo que sea, que suene.

@cesarguemes

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