–¿Así que eres tú el mejicano que me leía aquí? —pronunciaba la equis como una especie de “g”, acusadamente, muy al uso de su Madrid adoptivo que lo arropó desde la juventud.

En gran medida no le faltaba razón: hace 30 años en nuestro país sus libros iniciales —con los que construyó ladrillo a ladrillo lo que después llamaron Revertelandia: la novela culta, llena de aventuras, lances, enigmas y en un castellano bien trovado—, los leía un muy selecto grupo (tan selecto que aquí el escribidor nunca supo quiénes lo conformaban) y salvo el de la voz impresa desde luego nadie escribía sobre esas obras magníficas.

El hombre provenía del siempre cruel periodismo de guerra, de mandar su nota para la televisión española mientras estallaban morteros a una distancia tan corta que era inútil quitarse, de entrevistar a tipos duros no sólo preparados intelectualmente sino capaces de cualquier acto de guerra sin despeinarse y sin perder el hilo de la conversación, y de enterrar, literalmente, un día sí y otro también, a un fotógrafo, a un reportero, a un corresponsal, todos ellos amigos en la batalla caídos tan sólo porque estaban en el lugar preciso al momento de los tiros, lo cual quiere decir a menos de 10 centímetros de donde él había estado segundos antes, fumando un cigarro.

Pero luego de sus múltiples andanzas bajo la metralla en varios continentes, y hasta con un paso más que honroso por la radio con programas hoy ejemplo de generaciones, decidió dedicarse a lo que gracias a su talento y nutrida educación le exigía: la literatura, por fortuna para sus lectores, pese a que pudo tener un muy tranquilo retiro con las medallas conseguidas.

Después de Revertelandia (El maestro de esgrima, La tabla de Flandes y El club Dumas), vino el éxito internacional, las traducciones a múltiples idiomas, tanto, que para cuando editó La piel del tambor, la agenda era ya tan extenuante —el escribidor da fe de ello— que no hubo modo de viajar a México ni casi a ningún otro país para darla a conocer en persona.

Y los premios múltiples, la entrada a la Real Academia Española, y apenas el pasado viernes el Grand Prix Littéraire Jacques Audibert 2017, y menos de una semana antes, el Premio Internacional Barcino de novela histórica.

Además acaba de pegar dos cuadrangulares, uno con Falcó y otro con Eva (también de la inaugurada saga Falcó), que se leen, ambas, en un fin de semana, pese a su considerable número de páginas. Quién sabe si le faltaba a su obra un “agente secreto”, pero es claro que entra en su mundo literario, y que el público respondió en los más de 40 idiomas a los que es traducido.

Desde siempre quiso escribir sobre su país y su historia, y de ahí viene el Capitán Alatriste, cuya primera obra fue trabajada junto con su hija Carlota, hoy reconocida dramaturga. Y desde el inicio tanto el rescate de lo mejor y peor de la vida española de siglos pasados fue, y es, un campanazo mundial.

Se cruzó en su momento, cómo negarlo, Teresita Mendoza, la reina del sur (todavía en minúsculas por entonces), sonriéndole a la vida y con la vida se fue, no sin antes imprimir en medio millar de páginas la hermosa huella de su soberano paso.

Así que otras dos novelas intachables y dos premios ganados a pulso.

El siempre extrañado merece además el amistoso título de recabrito, en superlativo, con admiración por su trabajo, un cuarto de siglo más tarde de aquella pregunta, y una respuesta: “Pues sí, Reverte. Si no, ¿quién más?”

@cesarguemes

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