La construcción de un personaje —uno que de verdad se haga odiar o ser querido, o que genere ambas sensaciones, un personaje memorable, pues— es exactamente una obra de arquitectura dramática. Esto es: se construye primero por dentro –ideas, motivaciones vitales, filias, fobias, idiolecto, un pasado, el presente y un probable futuro–, y luego por fuera, en el caso de un personaje que va directo a la escena. Por eso, Negan, el en apariencia despreciable Negan de The Walking Dead, es exacto, sin payasonerías americanistas de “lo amas o lo odias”. Negan es un maldito bastardo con quien compartiría el espectador, gustoso, un par de cervezas mientras ven la transmisión de un partido de las Grandes Ligas, narrado por Enrique Burak, Toño de Valdés y Pepe Segarra. Lo de menos es que Negan, el personaje, entienda o no español, para eso están los creadores profesionales y magníficos de la serie, señaladamente Frank Darabont, Charlie Adlard y Robert Kirkman.

Negan, el entrañable Jeffrey Dean Morgan, fue seleccionado para el papel con casi todas las agravantes: alevosía, ventaja, nocturnidad y en despoblado. El tipo, la persona, representa a golpe de vista la bondad, la confianza, la alegría de vivir. Y ha mostrado siempre en sus papeles que es capaz de esbozar un sonrisa fraternal a la cámara con la expresión de quien sabe que no puede morir o, algo más complejo: que la muerte carece de toda importancia para él. Esa seguridad en la existencia continuada no la tiene por lo general nadie que se dedique al crimen, si es que podemos decir que Negan comete crímenes de guerra durante la batalla peculiar contra ese padecimiento contagioso y sin cura que se transmite de persona a persona y convierte a su portador en un zombi.

Aun cuando su bat evita que le pegue una bala disparada a mansalva, Negan sonríe, y ejerce el poder de su gente en contra del grupo que deseaba acabar con su existencia. Y sonríe, feliz, confiado, inmortal.

Si buscamos en la iconografía contemporánea un personaje icónico que entienda la vida como una forma inacabable de la materia, encontramos a un ser singularísimo, él sí toda afabilidad y cariño por sus semejantes, y cuya expresión facial es similar en por lo menos un setenta por ciento a Negan: Bob Esponja. Apenas conoce la malicia necesaria para no verse del todo arrastrado por los avatares, pero no tiene maldad. Con las salvedades hechas entre una caracterización actoral y de un dibujo animado, basta ver una imagen de Negan junto a una de Bob Esponja para darse cuenta de que por lo menos son medios hermanos.

Precisamente por la dicha de vivir, y por su parecido con Bob Esponja, es que cuesta mucho trabajo visualizar a Negan como lo que es: un tipo metido en una guerra a la que no pidió ser invitado pero en la cual o impones tu ley o tienes dos caminos igual de tristes: seguir los acuerdos caprichosos de “los buenos” (que tampoco lo son del todo, ni de lejos) o permitir que te coman las personas infectadas del virus zombi.

Cierto, Bob Esponja siempre será leal a sus amigos (menuda punta de loquillos), y Negan exigirá lealtad a sus seguidores: mientras mutuamente no se rompa el acuerdo, con cláusulas ventajosas para el personaje, no empleará ningún método coercitivo ni letal. Sin embargo, una persona de carne y hueso tiene siempre un pasado al cual es imposible sacarle la vuelta: Negan era un educador de niños, tal cual, un formador, un maestro en el sentido estricto de la palabra. Vamos, un sujeto que no aprendió a ser empático en cuanto el primer zombi comenzó a tirar mordiscos: ya lo era. Y si ahora resulta promiscuo, no es sino porque así era en el pasado, cuando al menos eso que conocemos como amor de pareja se lo brindaba a su esposa sin por ello bajarse del tren de vida de las aventuras pasajeras. Y el remordimiento por la pérdida de lo que nunca se podrá recobrar es el lastre que lleva el hombre sin que nadie o casi nadie lo sepa, y que ha convertido en fuerza peleadora, en cinismo insolente y despreciativo pero siempre con un toque de simpatía, la de Bob Esponja. Y eso lo hace verosímil, lo vuelve humano.

Además del bat, por lo general forrado de alambre de púas, el villanazo no emplea mayor arma. Tampoco usa un chaleco antibalas, sino una chamarra de cuero, un guante negro en la mano derecha y un paliacatón rojo. En una guerra, alguien así sería ridículamente inofensivo, pero no en un apocalipsis. Si lidera a su grupo de maleantes es porque sonríe y en cada charla practica el bending boxístico que en México hemos visto en el campeonísimo Julio César Chávez o en el Canelo Álvarez (tacos al pastor con clembuterol de más o de menos).

Dean Morgan, a diferencia de Negan, podría ser imperdonable por ser amado de Mary-Louise Parker, en su momento casada con él, y lo es: no se lo dispensaremos al
maldito aunque hiciera todo lo correspondiente para que ese suspiro de mujer fuera feliz. A Bob Esponja, en cambio, no hay
nada qué perdonarle, salvo que su corazón y su regocijo de estar vivo lo hermanen
con el indispensable Negan, un personaje perfecto.

@cesarguemes

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