En tres días y unas horas, ciertamente, todo se habrá consumado. Y el camino que se vislumbra es oscuro, regresivo, totalitario, retrógrada, maniqueo.

Claro, no venimos del esplendor ni de la abundancia, pero tuvimos un último tercio del siglo XIX que fue nuestro más cercano periodo de luz, de avance, de crecimiento. Y luego empezó el declive, poco a poco pero de manera inexorable. Esas golondrinas, querido lector, créame, no volverán pronto.

Las estimaciones económicas internacionales indicaban que era preciso un golpe de timón, que la otra orilla, lejana, era posible de ser alcanzada. Pero sexenios enteros de impunidad, saqueo y ahora violencia indiscriminada nos llevaron al punto en que nos encontramos, a unos pasos —por cierto irreversibles— de resbalar por un despeñadero. De modo que el golpe de timón que hubiera marcado un rumbo distinto —laborioso, lleno de penurias, más de las existentes, y enfermo de la guerra interna que libra el país—, no fue posible porque el timón se rompió y, a mitad del océano, el viento hará no sólo que se detenga el avance sostenido con alfileres, sino que el barco en el que vamos todos retroceda en vez de avanzar.

El próximo partido en el poder —no un proyecto, no un rumbo, no un camino trazado— será justamente eso y nada más, en el mejor de los casos: un partido en el poder. Y el poder se busca y se tiene para ejercerlo, lo cual vale para cualquier país, salvo que para nuestra Latinoamérica siempre en el atraso, los partidos en el poder que llegan al triunfo mediante las urnas a partir de la desesperación de sus pobladores tienden a convertirse ya ni siquiera en una “dictadura perfecta”, sino en tiranías bananeras.

Debimos aprender de esa historia tan reciente y tan lastimada. Pero no lo hicimos. No podíamos ejercer ese impagable conocimiento porque no había opciones: o era de chile —paso—, de dulce —no, gracias— o de manteca. Y fue de manteca.

Logramos, abonando a la corrupción cada quien con sus 20 pesitos aquí y allá —y con millones de dólares en las esferas de los altos negocios—, llegar al basural que construimos. Cuando un país como el nuestro comete el error de volverse dependiente de la exportación de petróleo —sin investigar con las nuevas tecnologías y un par bien puesto cómo extender esa equívoca pero al fin y al cabo solución a mediano plazo—, pasa lo que vemos: la mezcla mexicana es un chiste comparada con la de otras latitudes y entonces pasamos a depender —maldito sino el que nos agobia— de un solo producto agrícola, el maravilloso aguacate, y sin ningún sonrojo, a aceptar porque no quedaba de otra, que una de las tres entradas de plata al país fueran las remesas de quienes han ido a vender su fuerza de trabajo al país económicamente más poderoso del mundo en la actualidad. Bueno, lector amigo, al mexicano domicilio entró dinero a manos llenas hasta de la venta de enervantes, prohibidos tanto aquí como a los sitios a donde hay mercado.

Pero en un país como el nuestro, por cuya riqueza marítima se pelearían naciones enteras, no vivimos de la pesca. Al contrario: contaminamos las aguas a lo bestia y permitimos que se perdieran especies valiosas no sólo por su potencial económico, sino por su necesaria presencia en las cadenas alimenticias. Tan sólo con la riqueza pesquera que pudo tener la nación estaríamos a salvo durante muchísimos años porque es un bien renovable. Pero también todo eso se fue al carajo delante de nosotros: desde el cobarde que roba los nidos de las tortugas para vender los huevecillos “mágicos” —para eso está el sildenafil, idiotas— hasta el que autoriza a robustas corporaciones foráneas la pesca indiscriminada de especies que casi valen su peso en oro.

A nuestros padres en edad de votar les tocó una sola sopa, si hablamos desde Ruiz Cortines hasta López Mateos, Díaz Ordaz, Echeverría y López Portillo. A nosotros, unos platos más de lo mismo: De la Madrid, Salinas y Zedillo. La oportunidad de cambiar la sopa de pasta por verduras se perdió con ese extraño periodo de Fox que fue el de “dejar hacer, dejar pasar”, error que pagaría Calderón ya sin posibilidad de recomponer el florero roto. Y eso nos llevó de nuevo a la sopa original con el titular del Ejecutivo que está por concluir sus funciones.

La pregunta, entonces, es: ¿Debemos abandonar toda esperanza? Respondamos recordando el breve monólogo final del protagonista de la cinta Juan de los Muertos (2011, escrita y dirigida por Alejandro Brugués), cuando Cuba padece un apocalipsis zombi: “Yo soy un sobreviviente. Sobreviví a Mariel. Sobreviví a Angola. Sobreviví al Periodo Especial y a la cosa esta que vino después. Yo voy a sobrevivir a esto”.

Mire usted: si la rumba es cultura, como estableció en su momento Froylán López Narváez, también la democracia es cultura.

Ahora que tendremos nuestra propia zombificación, ante el anuncio dantesco de “Abandonad toda esperanza”, apeguémonos a lo único que nos queda: la cultura, de la cual todos formamos parte, y respondamos con el dedo medio de la mano que usted quiera a toda asta: “Yo voy a sobrevivir a esto”.

@cesarguemes

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