Lo escribió porque podía, porque le sobraba talento, porque era más disciplinado que un enjambre de las abejas más tenaces y porque para él vivir y ser escritor conformaban las dos partes de un mismo todo. Ah, bueno, sí, cómo no recordarlo, también don Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), escribió El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha un poco para pitorrearse de muchas de las novelas de caballerías que conocía como buen erudito —novelas de las cuales salvó algunas de extraordinaria factura, muy pocas, y pasó a cuchillo a todas las demás (se cuentan por decenas y decenas)— y fundó con su titánica, variada y metaliteraria labor lo que conocemos hasta nuestros días como novela moderna.

Hispanohablantes que somos, un deber inicial e iniciático en el idioma que empleamos a diario, sería leer al menos un par de veces en la vida El Quijote, pero la lectura no funciona cuando es por decreto. Digamos entonces que acudir a El Quijote nos hace más humanos, nos lleva de la inocencia y la bondad al desengaño y la desesperanza, pero antes, en cientos y cientos de páginas, nos hace entender que la vida es aquí, ahora, y que cada quien la ejerce como se le da su real gana (sin daños colaterales). Leer El Quijote, entenderlo (nada complicado si se tiene a mano alguna herramienta mínima como los pies de página) logra que podamos reconciliarnos con nosotros mismos al vernos claramente reflejados en uno o varios personajes del enorme censo que conforma la obra, y sabernos finitos pero plenos según el leal saber y entender de cada uno.

Un problema, no menor por cierto, al que se enfrenta quien busca leer El Quijote es la multiplicidad de ediciones que existen, con prólogos, estudios y anotaciones según la escuela de pensamiento y la época en que hayan sido realizados. Hay versiones que desde luego respetan el texto original pero que superan y por lo menos cuadruplican tan sólo con los comentarios y análisis la de por sí extensa novela. De esos trabajos, hechos por gigantes, hasta las ediciones más simples con un mínimo insuficiente de notas al pie, hay todas las que el lector quiera suponer, aparte de las adaptaciones para lectores jóvenes, las versiones resumidas, las ilustradas, las comparativas y desde luego las traducciones a casi todos los idiomas posibles.

En ese universo puede resultar penoso decidirse por un ejemplar o por otro, desde luego tomando en cuenta que entre más amplios son los estudios complementarios que auxilian a la comprensión de la obra, el volumen se encarece. Y no faltará quien diga que andar por ahí en el transporte público, en el área de trabajo, de estudio o en el café con un volumen de mil páginas resulta por decir lo menos poco práctico. Bueno, la literatura no vale por su practicidad, pero puede ser un factor que impida el acercamiento al texto.

Desde hace un tiempo, de manera discreta y eficaz, con la menor pompa y circunstancia, El Quijote, sin embargo, es ya una especie de Ciber-Quijote, que tiene diversas ventajas, a saber: a) es interactivo; b) contiene los estudios previos y la cantidad de notas, ilustraciones y pies de página que cualquiera desearía tener en su biblioteca; c) se lee en línea; y d) es de acceso gratuito.

Digamos que encuentra el querido lector con una palabra ya en desuso, de las cuales El Quijote está lleno, pues basta colocar el puntero del dispositivo sobre el término para que se despliegue ahí mismo un recuadro que explica de manera clara el significado de la palabra, y si todavía ni con ese auxilio ha quedado resuelta la duda, en numerosas ocasiones además de la definición de la palabra, se abren ilustraciones amables, detalladas, que despejan cualquier incógnita.

El trabajo del que hablamos es enorme y desde luego sólo pudo hacerlo una institución con la potencia del Centro Virtual Cervantes, cuya dirección es de gran simpleza: cvc.cervantes.es/literatura/clasicos/quijote.

Si dispone de un ordenador de escritorio, de una tableta o de un celular, al teclear el enlace mencionado ya tiene en su poder una edición magnífica, compulsada, clarificadora y fiel a El Quijote, un Ciber-Quijote que lo acompañará como el amigo más fiel, cortés y chispeante que imaginarse pueda.

Recuerde esta respetuosísima y enaltecedora estrofa que al personaje —se dice El Quijote cuando hablamos de la obra, y Don Quijote cuando nos referimos al personaje–, muchos años después, le dedicó el certero poeta Rubén Darío, en su Letanía de nuestro señor Don Quijote:

“Rey de los hidalgos, señor de los tristes,

que de fuerza alientas y de ensueños vistes,

coronado de áureo yelmo de ilusión;

que nadie ha podido vencer todavía,

por la adarga al brazo, toda fantasía,

y la lanza en ristre, toda corazón.”

No hay imposición alguna para leer de una vez por todas El Quijote, ni siquiera es un acto de fe, ni la confianza a la palabra de aquí el escribidor: tan sólo acuda a la primera página y le aseguro que tendrá para siempre al alcance constante de la mano la más saludable adicción posible: la de expandir la vida mediante la palabra.

Un Ciber-Quijote: ¿qué más podemos pedir?

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