A ver, a ver, y usted qué dijo: a éste plumífero seguro ya se le olvidó eso de que escribamos una novela.

Pues fíjese que no: hace menos de una semana debió tener ya claro lo que va a contar y la forma en que va a distribuir esa información en apartados, en capítulos, pues. Y debe llevar seis días pegándole con fe a los personajes. Sí, qué divertido el Super Bowl, qué buena carne asada, qué gran cerveza corrió como ríos el pasado domingo, vaya jugadas propias de El Circo del Sol. Que sí, pues. Pero, ejem, ¿y el libro? Seguro ya llenó páginas y páginas con dibujos, esquemas, tachó, borró, aventó el cuaderno al demonio y lo recuperó tres o cuatro días después porque a final de cuentas eso que está ahí es suyo, sólo suyo y nadie más tiene derecho ni a leerlo ni, en el peor de los casos, a tomar una buena idea de estructura y firmarla. Sucede, créame, y no sólo en las mejores familias.

¿Se acuerda usted de aquella angelical conductora televisiva llamada Pepita Gomís? Fue durante años la compañera sentimental del actorazo Héctor Suárez, pero el dato sólo nos sirve para ubicarla en el tiempo y el espacio. Pepita Gomís, al aire, en la tele, bella toda ella, en close-up, tenía un único superpoder, además de su carisma y su belleza: una raqueta desde la cual podía ver si quienes entonces éramos niños habíamos cumplido o no con nuestras diarias tareas. Y, quienes tuvimos la fortuna de verla, sabíamos, ella siempre tenía razón, que no, que no cumplimos lo planeado: y ella, nuestra hermosa Gomís (luego sucedida en el imaginario varonil por Irán Eory y Jacqueline Andere: si no las vio cuando muy jóvenes, créame que le falta mucho por vivir) estaba al tanto de todos nuestros inocentes pretextos para no haber terminado la tarea, por ejemplo. Le veía a través de su raqueta.

¿Se ríe usted?

Pues le tengo una mala, muy mala noticia: poseo un raqueta igual, y funciona mejor porque como “el medio es el mensaje” y aquí nos estamos viendo y leo sus gentiles comentarios, y la red funciona a la velocidad de la luz, sé que no tienen, amiguitos, su esquema completo, sé que están hechos unas bolas locas con eso de los personajes, que aquello no avanza y que están a punto de quemar el cuaderno en la próxima carne asada sin que los vea nadie.

Tranquis.

Escribir es exactamente ser el piloto de un avión Spitfire (como los que se ven en miles de cintas pero de forma muy cercana en Dunquerke, vaya pedazo de obra maestra): se vuela a solas, pero, con un sistema de comunicación hacia otras naves, con la torre de control más cercana y con un instrumental si bien básico, suficiente para no acabar sus días dándose un catorrazo mientras el enemigo, ¿cómo decírselo para que no se sienta mal?, 99 de 100 escritores que usted conozca esperan y rezan para que cualquier competencia competente se vaya directito a la nada sin haber logrado un buen libro. Es nadar entre tiburones. Salvo que, oh, dioses del Olimpo, uno también va convirtiéndose poco a poco en un tiburón, y llega el momento de cobrar.

Entonces, tranquis. Y nada de beber infusiones de Tila ni similares porque la concentración del químico (la sustancia activa) no hay modo de controlarla en casa. Con su mejor terno, ajuste el estaquillador a la muleta, se planta en el centro del ruedo, y cita de lejos al burel despiadado de media tonelada y le pega 50 pases y se da el lujo de indultarlo, agotado, ciertamente, pero en hombros.

Ya no lo voy a molestar más con lo de su libro. Pero desde mi raqueta veo que se dejó influir por los antitaurinos, que los hay, y lo celebro porque al fin y al cabo allá ellos, y haciendo caso a lo políticamente correcto no le gustó el ejemplo del toro berrendo que lo único que busca no es regresar a los corrales, sino volar cual “Pajarito”, o imitar al maldito “Burlero” que mató al Yiyo en la plaza, cuando lo que una persona con arrestos para escribir (de veras, he andado en esto mucho tiempo y lidiado a mucho idiota con poder y muy “malas ideas”) requiere ser por una vez, sólo una, el héroe Arturo Macías, que con su faena a “Jarameño” hace 10 años se fue al cielo de los toreros y regresó de inmediato para recibir el cariño de su gente, y, luego, ni hablar, para ser corneado decenas de veces y tocar con el estoque e insistencia las puertas de la señora muerte que no ha querido dejarlo entrar.

Bien. Un libro no es un toro, pero casi. Un toro que sólo usted ve y al que no le queda más remedio que enfrentar con valor, con donosura, arrojo, y demostrar de una vez por todas quién manda aquí: usted o una bola de páginas en blanco que ni cuernos tienen.

Allá, en el pasado que se recuerda cada vez con más cariño, el escribidor tenía que pagar una moneda de 20 centavos a la vecina de al lado, con televisión, para que le permitieran ver a Pepita Gomís y su raqueta. Hoy, no.

Nomás te estoy viendo, J. Jesús Rangel M., con tu “Estira y afloja” (una columna titulada como albur digno de Chaf y Queli, clasicazos), maestro de periodistas y ejemplo moral de ciudadano. Usted dijo que le entraba al toro. Ora. Nomás te estoy viendo. No te hagas.

@cesarguemes

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