Si un personaje va al campo de guerra en piyama de ositos, la única manera de salvar el papel y la historia ha de apoyarse, como lo hace War machine, en tres firmes soportes para apuntalar al protagonista: un narrador confidente, una serie de diálogos afinados y un lenguaje gestual y corporal que refuerce lo visto y lo dicho en palabras.

La cinta del realizador australiano David Michôd (sí, con ese acento circunflejo) asienta su fuerza en esas bases más dos necesarios elementos: una fotografía nítida y limpia como una rasurada perfectamente al ras, y una elección cromática en la que predominan los tonos ocres no sólo en los objetos y paisajes, sino en la que el verde y el negro, colores de la guerra por excelencia, son apenas discretos apuntes visuales.

En ese sentido, no sólo Pitt sino el director le deben un gran porcentaje del reconocimiento obtenido hasta ahora al polaco y viejo lobo de mar, Dariusz Wolski, mago de la cámara, que lo mismo ha creado mundos visuales en trabajos como la saga de Piratas del Caribe, que se permite fotografiar con una mano atada a la también cercana El Marciano (Ridley Scott, 2015), o antes, Prometeo (de nuevo Scott, 2012) y que entre su extensa labor había trabajado ya con Pitt, por ejemplo, en La Mexicana (Gore Verbinsky, 2001).

Sin embargo, para que la historia sea verosímil no basta con haber tomado un hecho real y verificable, la escandalosa salida del ejército de su país del general Stanley McChrystal, en la película llamado Glen McMahon (Pitt), sino que era preciso reconstruirlo y, de paso, hacerle “burling” al personaje, aunque nomás tantito, porque el contexto en que se enmarca la historia, la tragedia diaria de Afganistán permitía sólo una juiciosa porción de sátira. Por eso McMahon aparece con un solo gesto en más de dos horas de filmación: el de un Popeye sin espinacas más un general Patton versión “latte”, enfundado en el uniforme “altamente científico” hoy al uso y que bien visto no es sino una piyama de ositos; que se fustiga ejercitándose de madrugada en unos pantaloncillos cortos que no usaría ni su abuelita; y que es incapaz de tener más de un registro vocal: el de una laringitis galopante.

Y ese personaje, ese McMahon cuasi de Looney tunes, funciona, comunica, mueve a la risa pero también a cierta extraña piedad debido al acierto de los diálogos argumentativos de algunos entre quienes lo rodean. McMahon intenta defender su postura belicista pero justo por ello más la disipada conducta de los hombres a su mando, reflejado en un perfil de la revista Rolling Stone, le costó la carrera y el puesto al general McChrystal.

La historia proviene de la pluma de Michael Hastings, extraordinario periodista fallecido muy prematuramente a los 33 años —y cuyo desencanto sobre la postura guerrera de Estados Unidos la había dejado clara en I Lost My Love in Baghdad (bajo el sello de Simon & Schuster) entre cuyas líneas asoma la pérdida de su prometida, Andrea Parhamovich, caída en Bagdad en 2007— y desde luego del demoledor volumen The Operators: the wild and terrifying inside story of America's war in Afghanistan, editado por Blue Rider Press, en donde aparece completo el desparpajado desempeño de McChrystal que luego sería McMahon.

War machine no es una comedia, ni siquiera una tragicomedia. Es una historia antibélica que muestra con ácida amargura la insensatez con que pueden comportarse los “salvapatrias” para que la industria de la guerra siga siendo uno de los más prósperos y miserables negocios del mundo.

@cesarguemes

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