…al exilio un par de zapatos sucios y un traje baleado,

a la nieve manchada con nuestra sangre otro Nüremberg,

a los desaparecidos la grandeza de haber sido hombres en el suplicio y haber muerto cantando…

Gonzalo Rojas

El testamento, en su acepción más genérica, remite a las disposiciones que tomamos por voluntad propia esperando que se cumplan después de nuestra muerte. Su integración plena a un corpus jurídico se remonta al derecho romano, sin embargo, su naturaleza entraña una veta comunitaria insoslayable. Para las colectividades más arcaicas —aquellas en las que regía exclusivamente la ley del más fuerte—, el reconocimiento legítimo del acto sucesorio constituyó un paso civilizatorio definitivo, toda vez que era la vía pacífica para conservar el orden luego del fallecimiento de alguno de los integrantes del grupo.

Marcel Detienne observa que es en la narrativa más rudimentaria en la que afloran los rasgos esenciales sobre los que se erige la identidad de un pueblo: “Cuanto más ingenuo es el relato, tanto más se aproxima a la tradición oral, a las historias de los otros; cuanto más ‘moralmente imperfecto’ es tanto más mitológico resulta”. No es, pues, anecdótico, que la figura del testamento esté presente en la gran mayoría de los mitos fundacionales de la antigüedad.

A lo largo de la historia, la validez del testamento ha estado condicionada por la instancia ante la cual se dicta. Cuando apenas tomaba forma, bastaba con que se pronunciara públicamente, ya fuera ante la familia o la sociedad. Luego, su desarrollo derivó en una segunda vertiente, la que lo llevó a ser un acto privado avalado por un fedatario, además, se hizo común que su contenido se mantuviera en secreto hasta el fallecimiento del testador.

En los albores del siglo XVI, luego de su contribución a la génesis del Imperio español, Cristóbal Colón buscó por todos los medios que la corona oficializara las rentas que habría de recibir como pago por sus exploraciones. Antes de caer en agonía, Colón redactó su testamento sin la certeza de los emolumentos que le serían otorgados, por lo que en el mismo dejó entrever su preocupación e instó al rey a cumplir con lo prometido; angustiado, refirió que tenía cartas que probaban su dicho, y dejó constancia de cómo repartiría entre sus sucesores los ingresos procedentes de las “Indias”.

La última voluntad de Napoleón Bonaparte, defenestrado, recluido en Santa Elena, víctima del cáncer y de su megalomanía, fue pensada con una minuciosidad pasmosa. Se dice que la elaboración del acta duró poco más de tres días. Antes de dar cuenta de la repartición de sus bienes, el emperador caído se declaró católico, expresó el deseo de que sus cenizas fueran esparcidas por el Sena: “en medio del pueblo francés al que tanto he amado”; también refrendó sus afectos familiares e instó a su hijo a seguir su premisa: “Todo por el pueblo francés”. Luego de algunas imprecaciones a los ingleses, procedió a enumerar todas sus pertenencias y a quien deseaba heredarlas.

Cumplido su propósito principal —la distribución de los bienes que fueron del difunto—, el testamento ha trascendido la materialidad para adentrarse en los ámbitos político, intelectual y ético. En este sentido, el caso de Salvador Allende es paradigmático por su dramatismo. En el ejercicio de su cargo como presidente democráticamente electo, enfrentó un golpe de Estado perpetrado por las fuerzas al mando del general Pinochet. Sitiado en “La Moneda”, Allende se comunicó por radio con sus compatriotas; sus últimas palabras constituyen parte invaluable de su legado: “Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que por lo menos será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”.

Independientemente de sus particularidades, los testamentos nos permiten mantener un diálogo sutil con nuestros muertos, ahora ajenos al estruendo desconcertante de la realidad; también nos brindan la oportunidad de adentrarnos en la subjetividad de los ausentes, de sopesar sus desencantos y sus esperanzas, de observar cómo imaginaron el futuro.

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