Un crítico literario es alguien que decide acoger como un oficio dos actividades que, en principio, puedes asumirse como complementarias: la lectura y la escritura. La primera de ellas le permite apuntalar un método analítico para distinguir y clasificar los atributos de una obra literaria, mientras que la segunda le proporciona las herramientas para organizar sus conclusiones y exponerlas al amparo de su subjetividad.

Para el ejercicio de esa labor, ingrata por naturaleza, es necesario un temple estoico y un profundo sentido de la responsabilidad, pues cada uno de los juicios que se emiten desde esa tribuna inciden en la conformación de un canon, mismo que se nutre de las preguntas que la literatura se plantea a sí misma en función de su identidad, de su pasado y su presente, de sus perspectivas históricas y estéticas, de su oficialidad y de su marginalidad.

Christopher Domínguez Michael ha ejercido la crítica literaria desde hace más de tres décadas. Sus puntos de vista, polémicos, le han ganado el prestigio de ser uno de los lectores más acuciosos de México y, también, como es natural, lo mismo reconocimiento que rencores. Lo importante es, en todo caso, más allá de laureles y vituperios, que su obra abre rutas fértiles que enriquecen la discusión pública y apuntalan el edificio de nuestra tradición crítica.

Tenaz provocador, Domínguez Michael aplica su rigor a los escritores, académicos, y críticos pertrechados en ideas diferentes a las suyas. Por ello, cuando hace unas semanas El Colegio Nacional dio noticia de su inducción como miembro, muchas voces lo celebraron y algunas otras se pronunciaron vehementemente en contra; al grado de que hubo opositores que recabaron firmas para vetar su ingreso a la institución colegiada.

La controversia, siempre bienvenida, tuvo en este caso un cariz muy particular, pues el eje central de la cruzada en contra de Domínguez Michael no fue su trabajo intelectual, sino el hecho de que a lo largo de los años ha externado opiniones sobre escritoras que ahora, desde el punto de vista de ciertos feminismos, son utilizadas como banderas por ideólogos beligerantes. Si lo que enardece a los inconformes es la sola posibilidad de que alguien se ocupe o no de tal o cual tópico, sus ideas se convierten en ira y sus pasiones abandonan la discrepancia para trocarse en franca censura.

Joseph Brodsky insistía en que la literatura es una suerte de “diccionario en el que la vida le habla al ser humano”. De esas disquisiciones se desprende que el legado más importante de quienes escriben radica en ampliar perspectivas y registrar contradicciones, en hacer más libres a los que vendrán después de ellos. El dogmatismo que moviliza a quienes aspiran a defenestrar a las personas que no comparten su agenda ideológico-política, evidencia que ni las humanidades son renuentes a practicar actitudes inquisitoriales. Lo cierto es que Domínguez Michael, en medio de los dimes y diretes, ha demostrado su talante de hombre de letras, de alguien que no se arredra ante la jauría que ha querido leer en su discurso una imagen distorsionada de sí misma.

El rencor y el alboroto que suelen acompañar a estos linchamientos aspiran a cubrirse con el manto inmaculado de la justicia. La iracundia de unos cuantos, amplificada por las redes sociales, contra el reconocimiento a la obra de Domínguez Michael, reclutó a incipientes torquemadas a quienes no les importa leer tanto como abrazar las sentencias de los pequeños tribunales de la moralidad y exigir después la respectiva condena sumaria. En el conciliábulo de los nerones lo que habla son los pulgares, no los cerebros.

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