En no pocas culturas, la condena a que el nombre fuese borrado de la tierra y de la memoria del grupo era comparable a la muerte.
Guillermo Sheridan 

A la una de la tarde del 18 de febrero de 1913, se dieron cita en el restaurante Gambrinus los señores Rafael L. Hernández y González, secretario de gobernación y primo político del presidente Madero, los experimentados generales José Delgado y Piñera, Agustín Sanginés Calvillo y Alberto Yarza Gutiérrez, además de otros militares y funcionarios, en su mayoría compañeros de generación, para celebrar el ascenso a general de Francisco Romero Andrade.

Después de los brindis, Romero recordó sus años de juventud y las peripecias a que lo condenó su recio temperamento. Tres veces se involucró en duelos, la primera no se concertó, la segunda salió victorioso gracias a su destreza con el sable. La última fue fatídica. El 9 de agosto de 1894 se batió con José C. Verástegui, reconocido recaudador fiscal. Aquel día sintió derrumbarse su encumbrada carrera militar.

De acuerdo son las declaraciones de los implicados, Romero era asiduo a las tertulias en casa de Juan Barajas, donde conoció a Verástegui. En una ocasión, mientras esperaba que le abrieran, el coronel escuchó que Verástegui lo calumniaba a sus espaldas y que, cuando le pidieron que se detuviera, dijo: “Me parece que le molesta a usted (Barajas) que hable yo del Sr. Romero; pero me parece tan ‘pequeño’, que no volveré a ocuparme de él”.

Otras versiones apuntan a que Verástegui ofendió el honor de Natalia Gutiérrez Zamora, esposa de Barajas. Romero, encolerizado por una o ambas razones, envió una carta en la que le exigía a Verástegui que se disculpara o eligiera a sus testigos para el enfrentamiento. Cuando recibió el documento subido de tono, Verástegui lo rompió y nombró a sus padrinos, quienes renunciaron al no tener claros los motivos de la confrontación; por lo que finalmente lo acompañaron sus segundas opciones, Apolinar Castillo y Ramón Prida.

Lauro Carrillo y Manuel Barreto, padrinos de Romero, accedieron a las reglas propuestas por su contraparte. El desafío sería a pistola, estando los contrincantes a 30 pasos de distancia “conviniéndose en que el lance terminase hasta que hubiese resultado; quedando, empero, reservado a la voluntad del ciudadano Juez de campo, el prestigiado general Sóstenes Rocha, dar por terminado el lance al primero o segundo tiro”.

El día pactado comparecieron, además de los testigos y el juez, un médico. Al primer disparo Verástegui se desplomó. Romero tenía la ventaja de su formación castrense y de su sangre fría. En el acta se asentó: “El que fue José Verástegui, falleció por la herida de arma de fuego (…), lesión que por sí sola y directamente produjo la muerte. Lo probable es que al recibir el Sr. Verástegui el proyectil que le ocasionó la muerte, haya estado en pie presentando el costado derecho ligeramente escorzado con el brazo levantado para descubrir el sitio en que penetró el proyectil, y quedando la boca del cañón de la pistola a una distancia mayor de un metro del sitio de la abertura de entrada”.

Aunque era una práctica popular, el duelo estaba sancionado penalmente. Sabedor de que había actuado en defensa de su honor, Romero compareció voluntariamente a juicio. Su abogado, Manuel Lombardo, dijo que su defendido no temía responder por sus acciones, “lo que sí teme el Sr. Romero es que la fascinación, las pasiones o cualquier otro prejuicio que puedan sobrevenir, sea la base de una resolución que le sea perjudicial, porque faltando la imparcialidad para juzgarlo, falta, Señores, la majestad de la ley, y con elementos tan pobres, cualquier causa puede zozobrar”.

A pesar de que apeló a su servicio al pueblo y al fundamento de la tradición duelista, le fue revocada la libertad bajo caución de la que disfrutó durante el proceso y se le condenó a 3 años y 4 meses de prisión. También se le sancionó con una onerosa multa, con el pago de las exequias de su oponente y el de una pensión decorosa para la viuda de Verástegui, misma que debería cubrir por más de una década.

Después de 19 años de aquella tragedia, Romero por fin sentía que le llegaba la justa retribución por su trabajo en nombre de la patria. La tarde de febrero de 1913 su vida daría otro vuelco, uno definitivo.

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