Uno de los romances más controvertidos del siglo XX tuvo como protagonistas a los filósofos alemanes Hannah Arendt y Martin Heidegger, quienes se conocieron cuando ella era estudiante y él catedrático en ciernes.

En el otoño de 1924, Arendt se matriculó en la Universidad de Marburgo. Su desenvoltura cautivó por igual a compañeros y profesores, a Heidegger entre ellos, que a los 35 años ya era considerado un radical por su afán de enseñar filosofía desmontándola de la erudición y aproximándola al pensamiento.

Su atracción fue irrefrenable, así se aprecia en la correspondencia que intercambiaron a lo largo de casi cinco décadas: una historia de amor y una intensa crónica de la desdicha de la razón.

La primera carta data del 10 de febrero de 1925. En ella, Heidegger exhorta a la jovencísima Arendt a convertirlo en guía de su formación intelectual, a la vez que le ofrece disculpas por haberse “propasado” con ella y le pide que sus citas y sus cartas se mantengan ocultas. El filósofo de la Selva Negra estaba casado, por lo que no quería poner en riesgo su estabilidad ni su prestigio. Alois Prinz relata que: “Para poder estar juntos, convienen una serie de señales como una ventana abierta o una lámpara encendida, y siempre flota sobre la pareja de amantes la amenaza de que su secreto pueda ser descubierto”.

En el verano de 1925 Heidegger pasó las vacaciones dedicado al trabajo en su cabaña de Todtnauberg, mientras que Arendt visitó a su familia. A partir de entonces tomaron caminos separados. Ella se fue a Heidelberg a estudiar bajo la tutela de Karl Jaspers y Heidegger se quedó en Marburgo mientras dejaba madurar una de sus obras más importantes: Ser y tiempo.

La distancia no impidió que la comunicación continuara, ni menos aún sus arrebatos pasionales. En 1928, Heidegger retornó a Friburgo –su alma mater– vuelto un pensador consolidado, y decidió cortar contactos con Arendt para impedir cualquier mácula a su reputación.

El relato dio un giro siniestro. Simpatizante del nazismo, Heidegger se entronizó en Friburgo, llegando a ocupar la rectoría de la Universidad, y tomó decisiones en detrimento de la comunidad judía. Edmund Husserl, su antiguo mentor, fue uno de los afectados. Arendt logró escapar a la persecución nazi y radicarse en Estados Unidos.

Reanudaron contacto en 1950, con la anuencia de la esposa de Heidegger y del segundo esposo de Arendt, Heinrich Blücher. El 26 de septiembre de 1969, en el octogésimo aniversario del filósofo, Arendt le dedicó un discurso radiofónico en el que, además de elogiar su devoción intelectual, lo exoneró de los acontecimientos en los que tomó partido: “A nosotros, deseosos de honrar a los pensadores, aunque nuestra residencia se halle en medio del mundo, nos cuesta no considerar sorprendente, y quizá enojoso, que tanto Platón como Heidegger se acogieran a la protección de tiranos y Führer cuando desembarcaron en asuntos humanos. Esto quizá no se deba a las circunstancia de cada época y menos a un carácter preformado […]. Porque la tendencia a la tiranía puede demostrarse teóricamente en casi todos los grandes pensadores”.

Elzbieta Ettinger, una de las primeras estudiosas que tuvo acceso a las cartas, reconoció que la discípula refrendó un afecto que se mantuvo incólume ante la tragedia a fuer de un compromiso indeclinable con la memoria y con la vida, en tanto que el maestro hizo un acopio narcisista de esa admiración.

En sus archivos epistolares queda constancia de un último encuentro, en agosto de 1975. En esa reunión, ella percibió a un Heidegger más inaccesible que nunca, y así lo comentó con su círculo más cercano. Arendt murió unos meses después. Heidegger escribió una breve necrología: “Ahora sus rayos giran en el vacío; salvo –que es lo que todos esperamos– si se llena de nuevo con la presencia transformada de la difunta. Mi único gran deseo es que tal cosa ocurra en gran medida y con fervor”. Con ese resignado patetismo concluyó su historia de amor en un siglo fúnebre.

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