El culto a la personalidad arraiga en la megalomanía de los tiranos y de sus fieles. Son incontables los desplantes por medio de los cuales los dictadores, sin importar su procedencia ideológica, buscan refrendar su autoridad. Basta recordar que, en 1966, Mao Tse Tung —el Gran Timonel de la Revolución China— decidió retomar el mando que había cedido. Para lograrlo, inició una campaña a su favor que consistió en la puesta en circulación de unas fotografías en las que se le veía saludable nadando en el Yangtsé; luego de enterar a sus compatriotas de su envidiable estado físico, derrotó a sus adversarios y encabezó uno de los periodos de mayor decadencia en la historia de su país. Pese a ello, su imagen no sufrió mácula: su mausoleo adorna la plaza de Tiananmen, con el cuerpo del guía como estandarte, listo para recibir a los visitantes que quieran rendirle homenaje.

El ensalzamiento de quien detenta el poder en detrimento de las instituciones que le contrapesan va acompañado por la proliferación de alusiones a las virtudes del líder, hasta que este último se convierte en una entidad mítica que busca perpetuarse impulsada con recursos públicos. La literatura latinoamericana hizo de los excesos del presidencialismo y de la dictadura el tema de varias novelas, en cuya simiente estaban también las experiencias vividas en la región.

Pero, además de los tiranos y su séquito, existe una subespecie política que, en el sesgo de su ignorancia, reproduce los artificios empleados por los pretendidos autócratas para subordinar la historia, siendo uno de los principales el método de la exhibición, en los monumentos y las calles de las ciudades, de personajes que representan un pasado de dudoso esplendor.

En México es común encontrarnos con poblaciones cuyo trazado urbano es un tributo a funcionarios rapaces. Prueba de lo anterior es la inmensa estatua de Fidel Velázquez que adorna las oficinas de la CTM, pese a que representa décadas de enriquecimiento ilícito, de tráfico de influencias y de impunidad. En Nuevo León fue muy sonado el caso de la estatua ecuestre de José López Portillo, colocada en 1982 en San Nicolás de los Garza. En ella se representó al ex mandatario como un titán contrahecho que apenas sabía montar un corcel. Luego de múltiples actos de vandalismo, la obra fue consignada en un lote donde, entre chatarra, se convirtió en un símbolo del despilfarro.

Una polémica reciente tuvo lugar en la Ciudad de México luego de que en un parque se colocara una efigie de Heidar Aliyev, uno de los gobernantes más repudiados de Azerbaiyán. Grupos de derechos humanos se pronunciaron en contra de la reivindicación de un dictador, por lo que se determinó el retiro del armatoste. También es sabido que, en la década de los 60, universitarios inconformes dinamitaron la monumental escultura de Miguel Alemán, situada frente a Rectoría, conscientes de que no fue otro su merecimiento que develar la placa inaugural de Ciudad Universitaria. A toro pasado, la Facultad de Derecho decidió ofrendarle una de sus aulas más prominentes al controvertido ex presidente.

La última pifia la protagonizó Ricardo Monreal a través de Fidel Castro y Ernesto Guevara. De la mano del jefe delegacional de Cuauhtémoc, los guerrilleros irrumpieron de nuevo en el ideario de la capital. Con el pretexto de incrementar el turismo en la zona, Monreal develó una estatua de cada uno, las cuales posan en una banca de la Tabacalera. La tergiversación biográfica de ambos personajes ha hecho que se justifiquen los crímenes que cometieron y que, redimidos por su halo de heroísmo, se les emplee cual moneda de cambio para obtener apoyos electorales. Caso contrario es el que ocurrió con el doctor Rafael Lucio, uno de nuestros médicos eminentes, cuya figura fue robada hace varios años en la misma demarcación y nadie se ha preocupado por reponerla, pese a que el pedestal aún está ahí, como prueba del desinterés de las autoridades.

En el terreno de los homenajes, acaso sea mejor rendirlos a quienes dedicaron sus esfuerzos a beneficiar la vida social a través de su trabajo. Paradójicamente, los sitios consagrados a la memoria de los ciudadanos parecen casi escombros comparados con los de aquellos que hicieron de la burocracia una estructura a su servicio.

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