“La fuerza del comunismo parece consistir en un contenido demoníaco del ingrediente religiosidad, e incluso de religiosidad cristiana”.

Søren Kirkegaard

La era de las revoluciones trajo consigo una actualización del imaginario colectivo que tuvo entre sus principales referentes a la estructura narrativa de la cristiandad. A medida que las nacientes fuerzas políticas fueron consolidándose ideológicamente, sus identidades generaron mayores paralelismos con la cosmovisión cristiana. Fueron el socialismo y sus sucedáneos los sistemas encargados de explicitar al máximo esta sugestión.

Uno de los elementos más socorridos fue el de la equiparación conceptual de la revolución con el milagro. En un sentido teológico, un milagro es aquello que quebranta el orden natural, por ende, en su extrapolación, la revolución sería el elemento transgresor del orden político. La conclusión que sigue es esclarecedora a la luz de la intransigencia inherente a la fe revolucionaria. Con la proclama de que la nueva realidad social fundada con la sangre de sus mártires era inevitablemente más justa que todas las que le antecedieron, los insurrectos pretendieron proteger y prolongar la transformación a través de una dictadura.

Quizá la vertiente que asimiló con mayor radicalidad el fervor religioso y político fue la bolchevique, que tuvo en Lenin a su máximo patrono y en los textos marxistas sus sagradas escrituras. La evolución del comunismo soviético estuvo marcada por su tendencia a asumir la potestad de la última verdad humana, así como su tentativa a universalizarla a través del internacionalismo y los movimientos obreros. Arthur Koestler refirió las razones que tuvo para declararse comunista: “Una fe no se adquiere por reflexiones objetivas. El que se enamora de una mujer o ingresa a una iglesia, no lo hace basándose en procesos lógicos. La razón puede justificar un acto de fe, pero recién después de que el hombre lo haya consumado y se haya comprometido […]. A mí me convirtieron porque estaba maduro para ello y porque vivía en una sociedad en descomposición, que pedía desesperadamente una fe”.

El correlato religioso fue de los primeros en arraigarse entre la población soviética. Konrad Löw refirió que hacia 1922 comenzaron a practicarse los llamados sacramentos: “Bautizo socialista o consagración de los niños, consagración juvenil socialista, matrimonio socialista o consagración matrimonial, funerales socialistas o consagración de sepultura”. En el fervor del nuevo credo, y luego de la muerte de Lenin acaecida en 1924, Leonid Krasin postuló la creación de un mausoleo que mantuviera intactos los restos del líder hasta que el desarrollo técnico-científico posibilitara su resurrección.

Ya que el Partido Comunista de la Unión Soviética se convirtió en la institución encargada de profesar y conservar el dogma, se hizo también de la facultad de sancionar a quienes quebrantaran los principios centrales de la doctrina, de los cuales el más preciado era el de la obediencia ciega. Aquellos que cometieron el pecado de contradecir los designios partidistas fueron acusados de heterodoxos, opositores, revisionistas, oportunistas y, ya a finales de la década de los 20, de trotskistas. La pena era proporcional a la gravedad de la herejía. Los castigos más comunes fueron los trabajos forzados y el encarcelamiento. Hacia 1936 se normalizó la pena de muerte como un mal necesario para la sobrevivencia del régimen.

Aun cuando intentó que su sistema de valores trascendiera la temporalidad, el comunismo tuvo el afán de replantear la relación del sujeto con la historia en un siglo marcado por el fanatismo y la desesperanza. Su intento por organizar la existencia pública y privada de la ciudadanía a cambio de la promesa de la felicidad en la tierra, terminó por visibilizar la estructura de una tiranía que masacró a millones de personas. Sin embargo, todavía se dejan ver oficiantes y fieles que niegan la evidencia.

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