Stephen Paddock era un loco. Loco de atar, pero loco de los que no parecen locos hasta que, por algún motivo, algo se les zafa, algo se les bota, algo los impele a ser otro distinto al que parecían. Loco de los que abundan en este loco mundo, de los que habitualmente sólo son una amenaza para sí mismos. Loco de los que, por lo normal, no tienen acceso a decenas de armas de alto poder.

Salvo que, como el señor Paddock, vivan en Estados Unidos. Allí el rifle y la pistola y el cargador de alto volumen están a la vuelta de la esquina, en la cómoda armería del barrio, una de las 50 mil que pueblan el país vecino. Allí, al comprar un muy deportivo AK47 o un muy estético AR15, algo le preguntarán al loco en cuestión. Algo revisarán y algo tratarán de averiguar sobre los antecedentes del individuo, si es un delincuente convicto, si pasó alguna época en prisión, si hay razón para suponer que algún tornillo anda suelto.

Pero si el loco es de los invisibles, de los que no han entrado en contacto con el sistema de justicia penal, de los que no actúan como locos hasta que la locura los domina, no hay nada que hacer. Nada arroja el background check. A comprar se ha dicho. Todo lo que se quiera. Fusiles y rifles y pistolas y cartuchos, en el calibre que se quiera, en la cantidad gustada.

Pero aún si algo no cuadra, si algo identifica al loco como loco o al delincuente como delincuente, si se cierran las puertas de las armerías, siempre están los gun shows, esos bazares del plomo, esas ExpoBala, esos carnavales de la venta privada de armas. Allí nadie revisa nada, allí nadie se preocupa si el comprador del fierro es un lunático o un criminal. Venga el atasque.

Entonces, sí, alguien como Paddock va y compra 42 armas y, cuando se le bota la canica, las mete a un cuarto del piso 30 de un hotel de Las Vegas y dispara a mansalva en contra de una multitud reunida para oír música country. Porque además resulta que hay muchos Paddocks: en los últimos cinco años se han registrado mil 516 tiroteos masivos, es decir, incidentes con al menos cuatro víctimas entre muertos y heridos de bala.

Y bueno, ¿no se puede hacer algo para evitar semejante barbaridad? ¿No sería posible, por ejemplo, prohibir la venta de rifles de asalto, tal como sucedió entre 1994 y 2004? ¿O impedir la venta de cargadores de alto volumen? ¿O limitar el número de armas de fuego que puede adquirir una persona? ¿U obligar a los vendedores de armas de segunda mano a revisar los antecedentes de sus clientes?

Sí, todo eso es posible y deseable y lógico. Y nada de eso va a suceder. Ya hemos visto esta película y ya sabemos cómo acaba. Vendrán algunos días de luto e indignación. Vendrán algunas promesas de que ahora sí se hará para impedir más hechos como éste. Nunca más Las Vegas será el mantra por unos días, como antes fue nunca más Orlando o nunca más Sandy Hook.

Y luego nada. Muy pocos políticos gringos se atreverán a cuestionar el dogma de la Segunda Enmienda de su Constitución, el sagrado derecho a cargar fierro y tirar bala. Casi nadie tendrá la audacia de retar frontalmente a la Asociación Nacional del Rifle y al lobby de las armas. Y quien la tenga, no encontrará los números suficientes para aprobar algo que sirva para evitar lo que acaba de suceder. No ahora, no en el país de Trump.

Entonces vendrán otros tiroteos masivos y otros Paddocks y otros muertos. Y nuestros asesinos y nuestros criminales seguirán encontrando en el país vecino un tianguis infinito de plomo y muerte.

Y seguiremos preguntando la misma pregunta: ¿por qué nadie hace nada?

alejandrohope@outlook.com
@ahope71

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