La reconciliación, propuesta esencial en el discurso de Andrés Manuel López Obrador en el Zócalo la noche del domingo, no es un evento o un gesto de buena voluntad solamente. Es un proceso, como el perdón. Y requiere toda una pedagogía, espacios que la favorezcan y, ante todo, justicia. Más, en un país adolorido con más 250 mil muertos, 34 mil desaparecidos y cerca de 300 mil desplazados por el miedo en la última década. Un país en el que el proceso electoral arrojó 140 políticos ejecutados y enfermo de violencias cotidianas como los feminicidios y los asesinatos sin freno a periodistas… Es decir, un país atrapado en una espiral de violencia inhumana.

Recientemente el filósofo y escritor mexicano Eduardo Garza Cuéllar me invitó a participar, junto con Julio Hubbard y Luis Jorge Arnau, en la presentación de su libro Asombro (Ediciones Síntesis, prólogo de Ignacio Padilla). Uno de sus capítulos más profundos, “El perdón como derecho ciudadano”, arroja luz sobre el tema. Fue gracias a este autor que un día escuché a Leonel Narváez, el reconocido sociólogo colombiano, presidente de la Fundación para la Reconciliación y creador de las Escuelas del Perdón que operan en 16 países de América y tres de África. Su propuesta: “Contra la irracionalidad de la violencia, la irracionalidad del perdón”.

La de Narváez es una propuesta desarrollada con un grupo multidisciplinario en Harvard, donde él mismo se doctoró: “Sin perdón y reconciliación no hay paz, colectivo que no perdona se queda atrapado en el pasado”. Se trata de un sacerdote que pretende “quitarle el monopolio del perdón al confesionario” para transformarlo en herramienta social, política y espiritual indispensable hacia la pacificación duradera. Sin embargo, advierte, no hay perdón y reconciliación sin verdad (quién mató, por qué y en dónde quedaron los restos de las víctimas), justicia, reparación y garantías de que no volverá a suceder. En este proceso es fundamental darle prioridad a las víctimas sobre los victimarios. Y no se trata de apostar por el olvido, sino de “recordar con otros ojos”.

Narváez enfatiza en la importancia de la educación para la paz y la tolerancia, el desarme del lenguaje y la necesidad de la palabra que no cultiva el odio ni el resentimiento, sino que construye y asciende a la persona. También se refiere a la narcomentalidad: “Tener rápido, mucho y cómo sea”. Vencerla es un tema de educación y cultura que puede llevar más de 10 años. Y a la justicia que, dice, “debe ser implacable para los grandes capos. Para los pequeños, beneficios jurídicos a cambio de que confiesen y entreguen las armas”.

Define: “El perdón es un aseo del corazón, una herramienta de altísima tecnología de comunicación y refinamiento político. El que perdona se posesiona políticamente y puede decir que trascendió a su papel de víctima, que salió victorioso”.

Eduardo Garza profundiza acerca del perdón, en el ámbito individual como una expresión singularísima del amor, y en el ámbito social como un paso necesario hacia la reconciliación. Dice que nadie puede imponerle a las víctimas el imperativo ético o la obligación de perdonar, pero sí ofrecerles espacios de acompañamiento y condiciones pedagógicas para que ejerzan el perdón como opción de libertad. Como una oportunidad de cambiar la narrativa personal y social. El perdón es un ejercicio terapéutico, la reconciliación es un ejercicio social.

En las Escuelas del Perdón y la Reconciliación se trabaja a nivel racional, emocional y espiritual. Para ejercer la memoria, verbalizar la rabia, construir la verdad y hacer justicia.

Si la propuesta de reconciliación va a fondo, ¿cuántos jóvenes, estudiantes, educadores, profesionales del arte y la cultura voluntarios se capacitarían como mediadores a lo largo y ancho de este país fragmentado y dolido por tantas pérdidas? Porque, como dice Narváez, “la paz es mucho más que el silencio de los fusiles. La paz es sanar el corazón”.

adriana.neneka@gmail.com

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