La visita a “Valerio” siempre resultaba una aventura. Así se llamaba el tramo de Río Churubusco donde vivían mis tíos Guillermo Arriaga y Graciela Moreno con sus dos hijos, Emiliano y Memo, sus perros “Milo” y “Cocteau” y un pintor que convivía con ellos como un familiar más: Rafael Coronel.

Un buen día, contaba el coreógrafo, Pedro Coronel le llevó a su hermano menor, recién desempacado de Zacatecas. Así que le rentaron un cuarto por 65 pesos al mes. Cuando el joven pintor no podía pagarles, lo hacía con dibujos. Pintaba todo el tiempo y sólo le permitía a Emiliano entrar a su taller, de donde cada año salían manteles, gorritos, carteles y antifaces decorados por Coronel para las fiestas de los niños de la casa. Guillermo lo admiró siempre y conservó todo aquello junto con tintas, trazos y bocetos. Porque inmediatamente advirtió en él un enorme talento. Y lo admiró tanto, como a Pedro, sobre todo en su primera etapa como artista plástico. Rafael era de la familia, desayunaba y comía con ellos, compartía las bohemias y las pachangas, iban al cine juntos; cuando vieron Los pájaros, de Hitchcock se asustó tanto que, como niño, les pidió dormir en una sala junto a ellos.

En “Valerio” había máscaras y artesanías por doquier, ponían diablos y calaveras en los nacimientos; siempre estaba llena de músicos y pintores. Del otro lado del jardín, los Arriaga le rentaban una pequeña casa a Ruth Rivera y su primer marido, Pedro de Alvarado, que vivían con sus pequeños hijos Pedro Diego y Ruth María. Así, decía Guillermo, “Valerio se convirtió en un bonito vecindario”.

Rafael Coronel me contaría un día: “Conocí a Ruth en casa de Guillermo Arriaga y el muy desgraciado nos invitó al cine a los dos y ahí empezó todo”. Es decir, un romance que terminó en boda (1960), con los Arriaga, Inés Amor, Horacio Flores Sánchez… como testigos, y la Fonda Santa Anita como sede de celebración de la pareja que se mudó a la casa-estudio de Altavista.

Mucho después lo entrevisté. “Yo vivo y duermo entre máscaras”, me dijo una mañana de agosto de 1986 en su casa-estudio de Cuernavaca. Tenía entonces ya más de 7 mil piezas (llegarían a ser 16 mil) en una colección que había iniciado 15 años atrás. Piezas que representan tres siglos de historia de la cultura de los pueblos de México expresada en danzas, ritos y fiestas a través de máscaras. Desde las de la Danza de las Muñecas en Puebla, o los diablos y tigres de Guerrero, a las utilizadas en carnavales de Michoacán, Estado de México y Oaxaca, hasta aquellas únicas como un centurión del siglo XVI o la sirena estofada en plata y oro del siglo XVIII… Mientras tropezaba con ellas, un día decidió: “Yo no puedo tener esto aquí cuando me muera (…) esto lo tienen que ver todos”. Y donó la colección de máscaras más grande del mundo para integrar un museo en su natal Zacatecas, tal y como su hermano Pedro hizo con su acervo de arte internacional.

¿Y qué te gustaría que la gente encuentre en el museo?, pregunté. Y dijo: “Su imagen, su retratote, lo que no hacen y deberían hacer, pensar en el misterio y no en la realidad, en ese otro mundo que sólo te descifran las máscaras, al que sólo el arte se refiere. Tu pones al mexicano su imagen exacta con las máscaras como ningún otro arte; ahí estás tú con tus defectos, virtudes, necesidades y pecados. Cuando la realidad se aparece, ves que tú no eres tú, tú tienes que ver una máscara para encontrarte. Solo dos o tres escritores como Octavio Paz han escrito sobre eso. A ti la máscara te hace pensar como al indígena bailar. Y nadie jamás podrá decir exactamente por qué el indígena se puso esa máscara, puedes decir que es de tal lugar o de tal siglo, pero ¿y el otro que estaba detrás de ella? ¿qué secretos escondía?, si lo encuentras y te explicas por qué la usó estas descifrando el misterio de la cultura a la que pertenece”.

Y, en un instante, sus palabras me llevaron a ese pequeño universo que en la familia recordamos como “Valerio”.

adriana.neneka@gmail.com

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