Más que un episodio en la historia del arte, el del anillo de Luis Barragán parece un guion inspirado en Tolkien cuyo desenlace aún está por escribirse.

En resumen: Uno de los arquitectos más importantes del mundo en el siglo XX, el poeta del espacio, el maestro de la luz, el único Premio Pritzker mexicano, muere en 1988 y deja un testamento en el que hereda su archivo profesional y sus derechos de autor a Raúl Ferrera, su socio. El acervo contiene 13 mil 500 dibujos originales; 7 mil 500 fotografías en blanco y negro y a color; 82 paneles fotográficos; 3 mil 500 negativos; 7 mil 800 transparencias; 290 publicaciones alrededor de su obra… entre otros documentos. Obsesionado con el copyright y las regalías, el heredero demanda a Emilio Azcárraga Milmo por la explotación de la imagen del artista que Televisa realizó a partir de la exposición llevada a cabo en el Museo Tamayo en 1985; demanda al INBA por el uso del nombre Barragán en un gran homenaje a la obra de su fotógrafo de cabecera, Armando Salas Portugal; demanda a Francis Ford Coppola por el retraso en los pagos correspondientes al diseño que Barragán hizo de su estudio… y así sucesivamente.

Envuelto en litigios interminables, Ferrera se suicida en 1993 y Rosario Uranga, su viuda, vende el acervo al galerista Max Protetch de Nueva York quien, en 1995, recibe la visita de los dueños del Museo Vitra, una pareja apasionada por Luis Barragán: Rolf Fehlbaum y Federica Zanco. Ellos compran el tesoro: el “nombre”, el archivo y el copyright de la obra del arquitecto, por 2.5 millones de dólares, y se lo llevan a Basilea, Suiza. Luego, en 1997, viajan a México y adquieren de Olga Peralta, viuda de Salas Portugal, la colección Arquitectura Luis Barragán (481 fotografías impresas; ocho foto murales; 2 mil 328 negativos y 297 diapositivas) y los derechos autorales del íntimo amigo del arquitecto y genial fotógrafo de su obra.

Desde entonces, está prohibido exponer, publicar, editar o reproducir la obra del creador mexicano o las fotografías de Salas Portugal sin permiso y sin el pago correspondiente de derechos a la Barragan Foundation, que registra el nombre del arquitecto, como marca, en el año 2000.

Recuerdo a los protagonistas de esta historia cuando hacía el reportaje para La Jornada: A Olga Peralta, en entrevista, cuando me aseguraba que ella no quería vender, pero que la crisis económica la había orillado; a las instituciones Conaculta e INBA que cuando quisieron hacer una declaratoria para conservar aquí el archivo, ya era demasiado tarde; a la Fundación de Arquitectura Tapatía (FAT) en voz de su entonces presidente Juan Palomar, quien argumentaba con pasión que el de Barragán era un asunto de “soberanía cultural” y, desde luego, a Federica Zanco, cuando dirigió un documento a mi colega reportera Angélica Abelleyra con los proyectos de la Barragan Foundation, y otro a la FAT advirtiendo: “(…) les confirmamos que nos reservamos todos nuestros derechos al nombre y a la obra de Luis Barragán”.

En ese entonces, dos décadas atrás, Jill Magid tenía 25 años y nadie imaginaba que ya se introducía en los oficios de la seducción para, en nombre del arte, con licencia de autoridades culturales y de gobierno, consumar su deseo de convertir medio kilo de cenizas de Luis Barragán en un diamante y montarlo en un anillo. Menos aún, que la sortija formaría parte de una exposición en la UNAM titulada La Propuesta, que se clausura el próximo domingo en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo. La historia continúa.

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