Un grupo de jóvenes toma con delicadeza y mira con atención y curiosidad las fotografías enmarcadas, los álbumes, los recuerdos de quien hasta hace unos días respiraba y perdió la vida bajo los escombros de un edificio, pero dejó huella en esas imágenes que eligió para que lo acompañaran en su existencia. Esos instantes congelados de vida son extensiones tangibles de su memoria. El joven que las mira se conecta con ese otro y con su historia, y en ese instante lo humaniza.

La escena tiene lugar frente al edificio colapsado en las calles de Petén y Zapata. El fotógrafo Rodrigo Payró mira a los jóvenes brigadistas que con enorme respeto contemplan y guardan las pertenencias de un extraño. Y piensa que, así como cada vez que alguien lee el primer verso de La Iliada recupera toda nuestra historia, aquel muchacho que resguarda la memoria de otro, de alguna manera garantiza que no muera del todo. La escena se repite en la esquina de Amsterdam y Laredo, igual que en la de Edimburgo y Escocia. Los chicos resguardan acervos personales que entregan a las delegaciones para que los deudos puedan reclamarlos y conservarlos.

En el edificio de Ámsterdam también se rescataron tres bibliotecas con 2 mil libros que sobrevivieron a sus dueños. Son, como diría Alfonso Alfaro, “huellas de un itinerario” que se encuentran a salvo ya, en La Casa del Refugio.

Con curiosidad, respeto, cuidado y finalmente amor por la memoria se integra, de acervo en acervo, el patrimonio cultural, la memoria colectiva. Y se reconstruye ese “nosotros” tan necesario que, con enorme ayuda de los jóvenes, se revalora estos días.

Más de 900 inmuebles artísticos, históricos y arqueológicos, resultaron dañados después de los terremotos del 7 y el 19 de septiembre. Miro fotos de las heridas en Santa Prisca en Taxco, en Monte Albán, en el ex convento de Tlayacapan y en el de Tepoztlán. Después, en el Museo del Alfeñique en Puebla y en la iglesia de San Juan Pilcaya. Veo la Iglesia de los Remedios en San Andrés Cholula sin sus torres, Santa María Tonantzintla sin cúpula, Santiago Apóstol en Jiutepec, devastado… y así, 200 edificaciones en Morelos, 250 en Puebla, 50 en Tlaxcala, 30 en la Ciudad de México, cinco en Guerrero, 325 en Oaxaca, 102 en Chiapas. Además de su valor artístico, de su antigüedad y de las declaratorias de la UNESCO o el INAH como Patrimonio Nacional o de la Humanidad, es el vínculo de estos espacios con las comunidades de cada lugar lo que les da sentido. El significado que tienen en sus vidas cotidianas, rituales, colectivas. Su valor simbólico. Ya sea la Casa de Cultura de Juchitán o el ex convento agustino en Malinalco; el pequeño museo comunitario de Emiliano Zapata en Ayoxuxtla, el cine Ópera y el Orfeón o el Monumento a la Madre en Ciudad de México; el Teatro Macedonio Alcalá en Oaxaca; la biblioteca de Jaime Pérez, sepultada bajo escombros con la historia de su pueblo en San Gregorio, Xochimilco, o La Esperanza, de Manuel Tolsá, partida en dos a los pies de la Catedral Metropolitana… Todo importa.

La Secretaría de Cultura calcula que se requieren mil 200 millones de pesos para la restauración de monumentos dañados. Con su rehabilitación, la vida comunitaria también se reconstruye. En contraste, el INE pide más de 25 mil millones para 2018. Una desproporción.

“Cultura no es lo que sabemos sino lo que somos”, decía Guillermo Tovar de Teresa. Y las jóvenes manos de los rescatistas han sido un espejo renovado de eso, lo que somos. Y lo que podemos ser.

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