La revaloración de la figura de las nanas en la crianza de los niños que representa Cleo en Roma, la película de Alfonso Cuarón, tiene un antecedente literario en Pascuala Corona, una nana cuentera de Michoacán cuyo nombre adoptó en su honor la gran investigadora y escritora de literatura infantil Teresa Castelló Yturbide.

Tere era muy niña cuando sus padres salieron del país, por lo que vivió con su abuela durante un año. “Ella conservó a una nanita de Pátzcuaro que se sabía y me contaba cuentos maravillosos. Se llamaba Pascuala Corona (por eso elegí ese nombre). Pero tuve otras como mi nana Lupe y mi nana Beatriz, que me narraron muchísimos cuentos de niña. Yo sostengo que la madre era la tranquilidad, la dulzura y la razón, pero la nana, generalmente indígena, te abría la puerta a otro mundo: al de un México inesperado y maravilloso”, me contó.

Ya mayor pero llena de vida, con 30 libros publicados, el premio Juan de la Cabada, el Antoniorrobles y la medalla Marie Curie de la UNESCO, Tere Castelló (1917-2015) se regocijaba de haber dedicado la mayor parte de su vida a la literatura para niños y al rescate por todo el país del cuento popular mexicano conservado gracias a la tradición oral en gran parte transmitida por las nanas indígenas o por los arrieros, mozos, cocineras y caballerangos de los ranchos y la gente del campo. Por eso, como los hermanos Grimm que recorrieron su país amasando las historias que les contaban en las granjas, las cabañas de los leñadores, los barcos del Río Rhin o en los caminos de los pastores, ella admitía: “Estos cuentos no son originales míos, yo no soy sino una recopiladora de los que contaban antaño nuestras abuelitas, madres, nanas y en recuerdo a ellas escribo”.

Las nanas, decía, eran las que despertaban la imaginación de los niños con sus juegos, sus canciones, sus relatos. Y Tere los recitaba de memoria junto con los dicharachos, las adivinanzas y los versos que le enseñaron: Y el cuento de Sangolote, como se los cuento yo,/ Por una oreja me entró y por otra me salió.

La que más influyó en su obra fue Pascuala Corona, quien venía de una famosa familia de cuenteros que cobraban a cinco centavos el cuento y a uno el acertijo, siguiendo una tradición prehispánica. En Michoacán, me dijo, existía una persona especial que se dedicaba a entretener al Calzonzin contándole cuentos originales. Luego, contar se convirtió en oficio de mujeres cuando la cuentera acudía a las casas particulares al llamado de los padres y así premiaban a los niños que se portaban bien. Con los españoles, decía, vino el mestizaje y entraron los reyes y las princesas al elenco de los cuentos.

Luego de un largo viaje por Europa donde se devoró Don Quijote y a todos los autores del medioevo, Tere regresó a México y a los 18 años daba clases a niños sin recursos en una parroquia, pero siempre salía llorando porque los pequeños no le hacían mucho caso. Hasta que descubrió el secreto, la llave mágica: “Si se portan bien les cuento un cuento”. Desde entonces les narraba uno cada día y empezó la recopilación de historias. Recogió todos los cuentos de nanas y lavanderas de abuelas, tías y mamás. Así nació Pascuala Corona, “así me hice cuentera”. Y es ese el origen de su libro Cuentos mexicanos para niños (Porrúa, 1945), que reeditó la SEP en 1986 ya como Cuentos de Pascuala (ilustrado por Carlos Palleiro) y luego Conaculta (2014) con ilustraciones de Gabriel Pacheco.

Tere siempre le dio crédito y honró a cada una de las nanas que le contaron los cuentos: Altamarilla (Altagracia), de Guanajuato; Macaquita (María), de Michoacán; Nana Guada (Guadalupe), de Veracruz; Mona (Ramona), de Aguascalientes; Rafaela y Concha Corona, de Michoacán; Comadre Lupe, de San Juan Teotihuacán; Mina (Fermina), de San Luis Potosí…

Insistía Pascuala: “Quien cuenta un cuento a un niño lo está enseñando a soñar y eso es precisamente lo que nos convierte en seres humanos”.



adriana.neneka@gmail.com

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