Siempre la vi como quien mira una leyenda y fue al final de su vida que nos acercamos. Había cumplido 50 años de chef y por fin pude entrevistarla. Me llevaba poco más de una década, pero una eternidad en conocimiento de México, sus colores, sus aromas, sus sabores, los orígenes profundos de nuestra diversidad cultural que ella percibió desde niña en los mercados.

El actual prestigio de la gastronomía mexicana a nivel internacional mucho le debe a Patricia Quintana (1946-2018). Pionera en cocina de autor, llevó la comida tradicional de nuestro país a las mejores mesas y paladares del mundo. Cuando presentó su libro El Mulli (2005), un joven chef me aseguró: “Solo un artista tiene su audacia, solo ella puede combinar el mole y el caviar”.

Autodidacta, se dedicó a la investigación de las cocinas ancestrales de México y publicó 27 libros con traducciones a varios idiomas; fue Embajadora Culinaria, recibió múltiples premios, formó a varias generaciones, estudió con reconocidos máster chefs, como Paul Bocuse, Lenotre, Chapel, los hermanos Toisgros y Michel Guérard. Plácido Domingo la contrató en 1998 como chef de su restaurant en Nueva York… Y fue esa mirada global la que llevó a Patricia no sólo a la fusión de sabores, sino a valorar, sobre todo, lo que aprendió de las mujeres indígenas en los pueblos mexicanos.

Contaba que su historia comenzó “en la cocina de la bisabuela Emilia, donde los murmullos, el gorgoreo de las ollas, la molienda del maíz, el tamiz del metate, el agradable crujir de los leños y el rítmico palmoteo de las manos al preparar las tortillas, despertaron mi pasión”. También fueron pilares su abuela Mamá Nena y Mago, su mamá, que la llevaban de la mano, desde que tenía tres años, al mercado. Y las cocineras de “Álamo”, el rancho que su familia tenía en Veracruz. “¿Sabes algo muy importante? Que ahí hacíamos muchas comidas y festejos, entonces aprendí el gozo, la organización de una cocina, el comadreo entre las mujeres mientras guisan…” En el rancho “me enseñaron a preparar el nixtamal y a comprender su significado, porque las tortillas tienen una magia: la masa que representa la tierra, el agua que la mezcla, el fuego que la cuece y el viento que la infla, es la integración de los cuatro elementos. Aprender esto no es cuestión de recetas, sino de una sensibilización profunda y de contacto humano, de recorrer el país varias veces, y descubrir que cada estado es diferente, cada cocina tiene su particularidad y sobre todo sus ingredientes locales…” Ella misma organizó la ruta “Amores y sabores de México”, un recorrido gastronómico especializado. Y es que “tienes que ver a las mujeres y observar sus rituales; yo tuve que hacerme conchera para entender el rito de la ofrenda y cómo se dan las conexiones del universo a través de la comida”.

¿Cuál es el mejor momento de la comida? Para responder, Patricia cerró los ojos y me dijo: “Cuando la gente sonríe, cuando parece que flota, cuando se da una especie de comunión…” De sus antojitos predilectos me confió: “Nada como una quesadilla, la gordita del mercado, un huarache, un taco de carnitas, una buena barbacoa...” El problema de las ciudades, advirtió, “es que a la gente ya no le da tiempo de comer”. Y la consecuencia “es mucho más grave que la obesidad, se trata de una pérdida casi espiritual”.

Patricia hizo estudios de Arqueología para entender los orígenes gastronómicos de México y cursó talleres (con Elena Poniatowska, Agustín Monsreal, Eraclio Zepeda), para escribir sus libros. Decía que su trabajo requería imaginación, creatividad y los cinco sentidos. La vista también, porque “al acomodar un platillo pinto con los sabores, las texturas y los colores.”

La cocina es juego, escribió Patricia. Es una expresión, me dijo “Pati”, mi prima. De ese último encuentro atesoro su abrazo, el amor por la cocina en cada una de sus palabras, la carga espiritual en su mirada. Y de sus libros, Polvo de jade: la esencia de tiempo, una joya.

adriana.neneka@gmail.com

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