Así como se trasplantan órganos, tejidos e incluso microorganismos en humanos para restablecer su salud, también se podrían trasplantar microbiomas (comunidades de microorganismos y su material genético) en plantas para tener una agricultura más limpia, productiva y sustentable que nos permitiera lidiar en mejores condiciones con el calentamiento global del planeta.

“Si aún no se sabe a ciencia cierta cómo algunos microorganismos son capaces de curar un colon irritable, por ejemplo, es más complejo saber qué especies de bacterias y cómo interaccionan con las raíces de las plantas para mantenerlas sanas, con menos fertilizantes contaminantes, y aumentar su productividad en diversos suelos”, dice Luis David Alcaraz, profesor de la Facultad de Ciencias e investigador del Instituto de Ecología de la UNAM.

Es complejo porque la rizosfera (parte del suelo inmediata a las raíces vivas y que está bajo la influencia directa de éstas) y el suelo son los ecosistemas más biodiversos del planeta. En esa zona o interfaz de milímetros que hay entre las raíces y el suelo puede haber, entre los microbios que viven asociados a una planta, de miles a decenas de miles de especies de bacterias.

“Del total de las que viven en la Tierra (en un granito de suelo puede haber 109 bacterias), únicamente se ha logrado cultivar menos de 4%, y no sólo porque no se sabe de qué especies se trata, sino también porque cada una tiene requerimientos específicos que no se han podido emular en laboratorio.”

Bacterias y plantas

¿Qué especies de bacterias se pueden aislar de ambientes naturales que generen mayor productividad en plantas? ¿Qué reglas siguen para interactuar en la rizosfera? ¿Cómo la estructura de estos microorganismos determina las características abióticas de suelos contrastantes?

Éstas son algunas de las preguntas que tratan de responder investigadores de los institutos de Ecología y de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad, y de la Facultad de Ciencias, así como estudiantes de posgrado de la UNAM, que participan en un proyecto metagenómico sobre bacterias libres y asociadas a la rizosfera de distintos suelos representativos de México.

Además de suelos y comunidades de bacterias y sus genes, los investigadores y estudiantes universitarios también utilizan como modelos experimentales plantas comestibles como el tomate y la calabaza; dos especies de Marchantia, género que fue uno de los primeros en colonizar la Tierra hace 450 millones de años; y una planta carnívora acuática obtenida en charcos de Michoacán, denominada Utricularia gibba.

En una vertiente del proyecto realizan, con base en la clasificación edafológica de la FAO-UNESCO, un inventario de la microbiología y diversidad de suelos de México.

“México tiene 87% de los tipos de suelos que existen en el mundo. De los 22 tipos que hay en el territorio nacional hemos muestreado 17 para identificar qué bacterias crecen asociadas a plantas en suelos orgánicos, sedimentarios, volcánicos, de desechos mineros, de arena de playa, etcétera”, apunta Alcaraz.

Una primera fase del muestreo de suelos la hicieron en Guanajuato, Jalisco, Aguascalientes, Nayarit, Sinaloa, Durango, Zacatecas y San Luis Potosí. Y ahora piensan hacer colectas en el sureste para completar esa otra parte del país y así tener un primer inventario microbiológico que incluya el contraste de suelos muy diversos del territorio nacional.

Suelos

Un análisis preliminar indica que el suelo más productivo, llamado kastañozem, está en San Luis Potosí en una proporción muy baja: menos de 2% con respecto al resto del territorio nacional, y que de las bacterias identificadas, clasificadas en siete clases, predominan las Actinobacterias, con una proporción más grande con respecto a las demás (Proteobacterias, Firmicutes y Planctomycetes). En esas muestras de suelo se encontraron microbios no asociados a cultivos que hacen que las plantas sean mucho más productivas.

Además, los universitarios han identificado 65 mil especies de bacterias y cientos de miles de genes que están describiendo con herramientas de genómica comparativa y de los que no se tiene idea para qué sirven. Con todo, su potencial de aplicación es gigantesco.

Al analizar suelos contrastantes con base en dicha clasificación edafológica, que considera una serie de predictores (pH, nutrientes, humedad, permeabilidad…) de suelos productivos, esperaban que un suelo agrícola (rico en carbono, nitrógeno y fósforo) produciría una comunidad bacteriana que favorecería el crecimiento de las plantas; sin embargo, no fue así.

“En cambio, un hallazgo significativo ocurrió en muestras colectadas en Zacatecas, donde hay un suelo que no es un suelo verdadero, pero está apareciendo cada vez más en el país: está integrado por desechos mineros de metales pesados llamados jales. Al mostrar una diversidad de bacterias fuera de lo normal, este suelo puede ser usado para monitorear el impacto de la minería en la diversidad biológica”, indica Alcaraz.

En invernadero, plantas de tomate con características similares se sembraron y crecieron en suelos contrastantes (vertisoles, feozems…); al final del experimento desarrollaron tallas muy desiguales: la sembrada en el suelo kastañozem creció cuatro veces más que las otras.

No obstante, para Alcaraz y Hugo Barajas, estudiante del doctorado en Ciencias Bioquímicas, parece que el suelo no es tan importante como la composición de bacterias que alberga.

“Al parecer, la planta está reclutando un microbioma muy específico, independientemente del inóculo inicial que tiene en el suelo. Queremos saber cómo se están estableciendo esos bichitos ahí”, señala Barajas.

Biofertilizante de segunda generación

Los universitarios trabajan con unas 10 mil de las 65 mil bacterias que han identificado. Tratan de saber qué especies son, cómo se ensamblan con las plantas, cuál o cuáles microbiomas dan más salud a las plantas y hacen que crezcan más.

Han encontrado candidatas interesantes entre las familias Caulobacteraceae y Sphingomonadaceae que promocionan el crecimiento vegetal. También identificaron muchas cianobacterias, un resultado que no esperaban. También exploran la posibilidad de trasplantar microbiomas de plantas, que por la cantidad y diversidad de especies identificadas son mucho más complejos que los de los humanos (una boca sana tiene de 700 a mil especies de bacterias).

La meta de los universitarios es desarrollar un biofertilizante de segunda generación. A diferencia de los de primera generación, que funcionan con la “lógica” de un yogurt probiótico: contienen una sola especie de bacterias benéficas que eventualmente pierden efectividad porque compiten con otros microorganismos en la rizosfera…, un biofertilizante de segunda generación deberá contener una comunidad microbiana con sus reglas establecidas de competencia, de tolerancia y de interdependencia con otros microorganismos del suelo para tener un efecto permanente.

Disminuir el uso de fertilizantes con un biofertilizante de segunda generación permitiría disminuir la utilización de fósforo, un nutriente vital para las plantas que se sobreutiliza en la agricultura: de 100%, sólo 5% se va a las plantas. Lo demás se queda en forma no disponible en el suelo o se lixivia y contamina cuerpos de agua.

“Otro problema con el fósforo es que se está acabando. Puede desaparecer en 10 años. Sólo hay dos grandes reservas en el mundo: una en China y la otra en Marruecos (esta última ya fue prácticamente comprada por Estados Unidos), lo que implica que las guerras del futuro también podrían ser por la posesión de fósforo”, comenta Barajas.

Por eso, los universitarios trabajan en otras estrategias para aprovechar el fósforo atrapado en el suelo en formas no utilizables por las plantas.

“Los microbiomas de la rizosfera prometen ayudarnos mucho en relación con esto. Las bacterias promotoras del crecimiento vegetal pueden solubilizar ciertas formas de fósforo para que las plantas lo aprovechen”, finaliza Alcaraz.

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