Interrumpimos las #plaquejas de género para hablar de cómo el ex-DF-ahora-CDMX se está yendo al carajo en nuestras narices

Dice una amiga que los ahora treintones chilangos de clase media fuimos muy afortunados por vivir nuestros fabulosos veinte durante el corto periodo en que la ciudad fue segura. Y sí. Andábamos por el Centro, por la Doctores o por Tacubaya a altas horas de la noche, sin temor a que nos asaltaran, acuchillaran, violaran, mataran. Lo peor que podía pasarnos era perder el celular (Nokia del Oxxo con linternita) en la peda, encontrarnos a la ex pareja malvada o que en la fiesta pusieran pura música de antro.

Hasta hace poco le contaba con orgullo a los extranjeros la historia reciente de la Ciudad de México: que en los ochenta y noventa había estado horrible la delincuencia, que los niveles de contaminación eran tan altos que los pajaritos caían muertos (creo que esto es pura leyenda urbana, pero suena superdramático y elijo creerlo), que los defeños odiaban vivir aquí y refunfuñaban constantemente, que el regente era una figura política malvadísima, que todo esto era como una película postapocalíptica. Pero que luego llegó la democracia, que surgió el orgullo chilango, que se empezaron a adoptar políticas públicas de primer mundo, que se legalizó el matrimonio igualitario y el aborto, que pusieron Ecobicis, que se recuperó el esplendor del Centro Histórico, que el cielo volvió a brillar porque se quitó el esmog.

Qué tiempos. Desde nuestra burbuja podíamos darnos el lujo de quejarnos y desgarrarnos las vestiduras por cosas como que el transporte público no funcionara toda la noche, que hubiera desabasto de agua en Semana Santa, que talaran muchos árboles a lo pendejo, que las inmobiliarias se chingaran el patrimonio, etcétera. No andábamos ocupados temiendo por nuestras vidas.

De un par de años para acá, las anécdotas de violencia en la ciudad fueron acercándose poco a poco. Primero sonaban remotas, era algo gacho que le había pasado al compañero de trabajo de un conocido, o a la prima de la amiga de un amigo del vecino. Pero las historias avanzaron hasta llegar al círculo inmediato, cada vez más gachas, cada vez resonando más en tu panza. Y hoy nos asomamos a Facebook y ya no son los relatos de “me robaron el celular en el tumulto en Pantitlán” o “un malora me arrancó la cartera y se fue corriendo”, sino “me amenazaron con un picahielos”, “golpearon a mi mamá/novio/amigue”, “me asaltaron a punta de pistola” o “mi familiar desapareció”. Lo mismo en la calle, en reuniones, en la chamba, en los periódicos, en la sopa. El horror se va apoderando de nuestras conversaciones, más que el calor o el regreso de Twin Peaks.

En los noventa, la gente de provincia no se explicaba por qué nos aferrábamos a vivir aquí, en una ciudad tan contaminada, tan peligrosa. Luego la situación se volteó, y en los dosmiles recibimos a un chingo de banda fuereña con un “¡Ajá! ¡¿Quién es el chilango ahora?!”, todos arrogantes, todos centralistas e insoportables. Pero la historia se repite, nomás que “el interior de la República” sigue podrido y ya ni siquiera hay a dónde huir. ¿Ahora a dónde se va uno? ¿Mérida tendrá lugar para 25 millones de ex defeños espantados? ¿Y si fundamos una entidad desde cero llamada “Nueva Chilanguia”?

¿Qué se hace cuando la ciudad que amas se va a la mierda frente a tus ojos? ¿Te encierras en casa para que las calles se vacíen y se vuelvan todavía más peligrosas? ¿Pretendes que nada está pasando y sigues asistiendo a los lugares que te gustan, incluidos los bares de mala muerte? ¿Organizas marchas diario? ¿Le avientas tomates transgénicos a los delegados, a Mancera, al procu, al policía de tu cuadra? ¿Te suicidas haciendo ejercicio junto al Periférico cuando hay contingencia ambiental?

¿Qué podemos hacer? ¿Qué va a pasar en 2018? ¿Cuándo podremos volver a preocuparnos por babosadas como las quesadillas sin queso? Quiero mi DF de vuelta.

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