Cuando era anoréxica estaba segura de que nunca nunca nunca nunca nunca tendría una relación “normal” con la comida ni con mi cuerpo. En mi día a día ya lo tenía “controlado”, incluso con las incomodísimas reuniones sociales y cenas familiares-de-familias-ajenas, ¿pero y después? Por ejemplo, me preguntaba de qué me alimentaría si un día viajaba fuera del país. ¿Tendría que llevarme setenta y cinco bolsitas ziploc con mi cereal sabor cartón y mi leche descremada en polvo? ¿Cómo le iba a decir al mesero que porfis me preparara mi platillo sin grasa sin aderezo sin pan sin tortilla sin azúcar sin harina sin nada... EN FRANCÉS (o en alemán o en tailandés)? ¿Encontraría latas de atún en agua en Senegal?

Eran problemas de la Plaqueta del futuro, pero de verdad me angustiaban.

, pero después de años de encontronazos con la “vida real”, de leer un par de libros de superación personal, de tener chambas relacionadas con exploración culinaria y de emparejarme con un novio cero juzgón y que ama la comida casi tanto como a mí (AAAAAWWWWW EMOJIS DE CORAZONCTIOOOWWWS), al fin pude sentarme frente a una maravillosa hamburguesa –o curry o mole o bastella o malteada o paquete de gomitas– sin contarle las calorías. Dejé las culpas, dejé de despertarme cada mañana con la pesadumbre de que el día anterior me había zampado alimentos “prohibidos”, dejé de planear mi día alrededor de lo poco que iba a comer y empecé a pensar en lo delicioso que iba a comer. Al quitarme toda esa mierda de la cabeza bajé algunos kilos y, por primera vez en mi vida, tuve un peso estable.

PERO.

Hace unos meses ya estaba muy pasada de lanza con mi sedentarismo. Poquito a poco subí de peso, y aunque no sentía que era el fin del mundo ni me daban ganas de guardarme eternamente bajo las cobijas para que nadie me viera –como me ocurría antes cada vez que la báscula daba una cifra mayor–, pues estaba toda desguanzada, ahuevada y abotagada. Además, la ropa empezaba a no quedarme, tons qué flojera comprar cosas nuevas y qué aburrido vivir perpetuamente en mallón con playerota. Y pues... PREVENIMSSSSSSSS.

Esto se juntó con que me harté de estar toda débil físicamente. Por primera vez me dieron ganas de meterme a entrenar no para bajar de peso, sino para estar fuerte y poder cargar . O sea, no literalmente, porque tengo el filtro que anuncia Martha Debayle, pero la vida es un garrafón y es buena idea no estar tode ñangue para enfrentarla. O algo así.

Vi que algunos contactos del Facebook andaban prendidos con estos programas de ocho semanas de chinga simimilitarizada. Dije: “Ya, me voy a meter a eso”, pero les escribí y nunca me contestaron y luego me dijo que los entrenadores tienen el entusiasmo y el dinamismo de un y además de que está careeeésimo. Tons no.

La opción de siempre es el gimnasio, que además está en la esquina de mi casa, pero ay. Qué horribles son los gimnasios. El protocolo, los comentarios de la gente, el no saber usar los aparatos ni las pesas, el mamado inmamable que te hace fitsplaining, el hacer clase de zumba mientras los de las elípticas te observan por media hora, Telehit eternamente sintonizado en las teles. Es como ir a Hacienda: sabes que, si perseveras, al final conseguirás lo que quieres, pero el proceso es horrible.

Justo cuando iba de vuelta a mi sofá, una amiga me contó que había puesto su estudio de ejercicios y bienestar. Además de las clases tenían un programa que incluía nutrición, como la cosa esa de las ocho semanas pero con una filosofía positiva, nada regañona ni de “carreritas”. Pum, venga, sí, me apunto, RÁPIDO ANTES DE QUE ME ECHE PARA ATRÁS.

Mientras compraba unos mallones en la walmart (¿en qué momento se decidió que ya no estaba bien hacer ejercicio en pants marca Fruit of the Loom?), me di cuenta de que estaba a punto de enfrentarme a un par de problemas nuevos. Uno, el psicológico-físico: ¿realmente podría meterme a comer saludable y hacer ejercicio sin obsesionarme ni dejar que la báscula volviera a ser una figura de autoridad en mi vida? Dos, el ideológico-político: ¿se puede hacer dieta y ejercicio con una actitud cuerpopositiva y feminazi friendly?

No lo pensé mucho y simplemente me entregué al experimento a ver qué pasaba: dos meses de ir diario a mi clase (un día cardio, un día fuerza, un día yoga) y hacerle caso a la nutrióloga.

En este tiempo casi no bebí alcohol, dejé la coca light y hasta medio aprendí a cocinar (“no es por presumir” –sí es por presumir– pero anoche hice un curry seudotailandés que me quedó cabrón). No me obsesioné con las calorías pero sí con la leche de nuez de la India, el jengibre y que la crema-de-cacahuate-sólo-de-cacahuate, que ahora le echo a todo.

Al principio me costó un poco de trabajo levantarme temprano y mi cuerpo había olvidado cómo digerir esas cantidades de nopal asado. Pero en chinga le agarré la onda y armé exitosamente mi rutina saludable.

Me sorprendí porque sí, una vez curados los pedos mentales, se puede comer disciplinadamente sin enloquecer ni volverse esa persona que dice que está “pecando” cada vez que se echa un chocolate (o que vive en un eterno ciclo de restricción-atracón-restricción-atracón). Ya que agarras el ritmo, tu cuerpo te va pidiendo las plantitas y los pescaditos con omega 3, y si a veces te dice GALLETA, pues le haces caso y ya.

Y sí, se puede ser feminazi y hacer ejercicio. El chiste es el enfoque. No hacerlo por adelgazar ni porque “guácala mis brazos” y “ya soy una ballena”, sino porque quieres que esa fuerza y esa seguridad mentales que has logrado construir se correspondan con tu cuerpo. Tener siempre presente que no es obligación, que es una decisión completamente personal.

En mi caso, arrastrarme al gimnasio y/o ponerme a dieta siempre lo había hecho por “los demás”: para demostrarle a los otros que sí podía ser valiosa (o sea, flaca, porque creía que mi valor sólo tenía que ver con mi físico), para ver si así mi papá falso me aceptaba (no funcionó, qué raro), para que mi novio me quisiera, para sentirme parte de un grupo. Pero odiaba hacerlo, era un sacrificio, y por eso no funcionaba (pos no, duh).

Ahora hasta me emociona despertarme, echarme mi tecito de jengibre con limón e irme al ejercicio. Después de que en la prepa casi casi me quedo fosilizada por “Educación Física”, clase a la cual asistía con unos pants encima de mis jeans, es algo realmente insólito.

Y lo mejor de todo esto es que cuando vaya a Senegal no voy a tener que buscar latas de atún.


El lugar al que he estado yendo es y me encanta, pero yo digo que cualquier changarro funciona una vez que venciste “a tus demonios” y tu mente va en plan amistoso con tu cuerpo (sí, hasta el gym de los mamados de la esquina). O videos de YouTube, si tienes la disciplina para hacer ejercicio tú solite por tu cuenta (yo no la tengo). Lo que está chidísimo en el hapi es que jamás vas a escuchar un “¡Vamos a quemar esas lonjitas!” o “¡A mover esos brazos para que ya no estén aguados!”. Son completamente cuerpopositivos y eso es un alivio. Ojalá hubiera más lugares así.

Google News

Noticias según tus intereses