Hace unos años que escribí este texto, hoy que el mal estado en que se encuentran nuestros océanos, el blanqueamiento de los corales, las islas de plástico y la muerte de especies se transforman rápidamente en crisis quise retomarlo, porque como decía el Capitán Jacques Cousteu "para proteger algo primero tienes que amarlo". Enamórense del mar, del océano, de sus maravillas y juntos trabajemos para evitar su destrucción -y de paso la nuestra-. La crisis ambiental no es ficción, no podemos seguir destruyendo nuestro único hogar. 

El despertador comienza a sonar, abres lentamente los ojos, su aroma inconfundible llega a tu nariz y te inunda gratamente. En la boca aún sientes  su sabor a sal. Respiras hondo y sin pensarlo esbozas una sonrisa tímida, como temiendo que alguien sepa lo que pasa por tu cabeza, cuando te percatas de lo tonto que resulta el que alguien más pudiese saber lo que piensas, sonríes sin temor.

Te desperezas poco a poco, como queriendo conservar la agradable sensación de poder despertar junto a él, haces a un lado las sábanas y las almohadas y te levantas. El aire está fresco, es temprano y aún no amanece. Te sientas a la orilla de la cama y tomas de la mesita de noche una pluma y una hoja de papel para anotar todo lo vivido antes de que las imágenes se borren de tu cabeza y los recuerdos se hayan ido con el último rayo de sol. Aunque pensándolo bien, no, este es un día que nunca olvidarás. Hoy sabes que estás enamorada de él.

Terminas de escribir y relees, cierras los ojos tratando de fijar las imágenes, como una fotografía que permanecerá para siempre en tu mente y podrás sacar del archivo cada vez que te haga falta. Evocas el viento jugueteando con tu cabello suelto, el sol reflejando en tus lentes oscuros, el movimiento lento y ondulante del barco y de nuevo viene a ti su perfume, su ser lleno de vida, su fortaleza.

Al fin te levantas, has pasado más tiempo del que esperabas escribiendo y se hace tarde. Con el corazón palpitando como un caballo desbocado sales de tu habitación y acudes a su encuentro justo a tiempo: comienza a amanecer.

Hay bruma afuera, avanzas con paso cuidadoso sobre la arena y te sientas junto a él, tu nuevo amor: el mar. Desde niña lo conoces, nadaste en sus playas, jugaste en las olas y te hundiste hasta las rodillas en la arena construyendo castillos con las manos. Te divertías buscando conchitas y caracoles, que después guardabas en una pequeña “caja de tesoros” que tenías bajo tu cama.

Te recuerdas correteando alrededor de los cangrejos que se escondían en la arena o cuando para tu mala suerte un “agua mala” pasó cerca de ti y te quemó, y también por supuesto cuando te llevaron al acuario y pudiste ver cientos de peces de distintos colores, tortugas y hasta rayas, que emoción sentiste al poder verlos aunque fuera a través del cristal.

Sentada, con los pies hundidos en la arena húmeda miras al horizonte. El sol ha comenzado a salir y los tonos rojos y amarillos se combinan con el azul intenso. Conforme asciende el abanico de colores va ganando terreno a las  miles de estrellas que aún tilitan sobre el infinito manto azul.

Sopla un viento suave que acaricia tus brazos, cierras los ojos y dejas paso a los recuerdos de lo que viviste apenas el día anterior. Eran las 8 de la mañana, llegaste puntual a la cita, los demás ya estaban ahí, todos sonrientes y todos dispuestos a vivir una nueva aventura. Reunieron los equipos y subieron los cinco juntos al barco que zarpó inmediatamente. El trayecto no fue tan largo como habías imaginado, treinta minutos después sin darte cuenta estabas en el agua con todo el equipo de buceo puesto. La inmersión comenzaba y tu te sentías como Jacques Cousteau.

El fascinante mundo submarino se abrió ante tus ojos de manera tan simple que por un momento dudaste que lo que estás viendo y sintiendo estuviera pasando en realidad, te viene a la mente el acuario de tu infancia, pero esto es mejor, más real, más libre, es como si tu misma te hubieses metido en el acuario y este no tuviera fin.

Cientos de peces de mil colores se pasean frente a ti sin ningún temor; alguno incluso picado por la curiosidad -esa misma curiosidad que sientes tú por él- se acerca a mirarte más de cerca. Tus movimientos son lentos, pero poco a poco comienzas a acostumbrarte a los diferentes sonidos, a ese “sentir que flotas”, a controlar tus movimientos, y cuando lo logras, empiezas realmente a disfrutar.

Ahora que el miedo a internarte en el océano comienza a pasar observas todo con más detenimiento; en lo que parece un suelo submarino cubierto solo por arena y sedimentos comienzas a descubrir la gran cantidad de vida que alberga: peces camuflados, rayas escondidas y quietas, temerosas de tu paso, diminutos cangrejos de formas que no habías imaginado.

Justo por debajo de ti una tortuga de carey pasa perezosamente, su nadar desenfadado te deja una grata sensación, aquí, a pesar de tus diferencias, no resultas tan extraño y si tienes bastante cuidado, tampoco significas un peligro.

El vaivén de las corrientes submarinas te arrastra de un lado a otro, te ha costado controlarte para no tratar de luchar con ellas, pero una vez que aprendes a dejarte llevar te invade una gran calma. Nadas despacio, siguiendo al grupo, observándolo todo con la curiosidad de un niño que está descubriendo el mundo… sin duda, este es un mundo nuevo para ti, lleno de millones de cosas por descubrir.

Sin darte cuenta el tiempo de la inmersión termina, han pasado 40 minutos que a ti se han ido “como agua”; el grupo comienza el ascenso a la superficie, donde al final se reúnen para subir de nuevo al barco.

Hay pocas nubes en el cielo, ya amaneció y escuchas el graznido de las gaviotas a tu alrededor. Miras al horizonte y sonríes, te das cuenta de que éste  sólo ha sido el inicio de una nueva y grandiosa aventura.

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