Quizá no me pega, pero cada vez que se enoja golpea el toldo de mi coche y arroja cerillos encendidos a las llantas cuando salgo huyendo de su casa después de otra discusión.

Quizá no me pegue pero ya agarró la costumbrita de revisar mi computadora y vaciar mi bolsa y cuando descubrió que debajo de mi cama había una caja en que guardaba mis diarios de la infancia y la adolescencia, así como cartas de mis amores de entonces, me dijo que toda esa basura interfería en nuestra relación y que lo mejor era romperla o quemarla. Me ayudó a hacer trizas la mitad de los papeles. La otra mitad la echamos al fuego.

Quizá no me pegue. Sólo no me escucha. O hace como que me escucha. O, apenas empiezo a hablar, se distrae. Mira el celular. Cambia la conversación. O, de plano, hace gestos de hartazgo. El colmo fue una vez en que yo le había contado una anécdota mía y, cuando nos vimos para cenar, me la contó como si se le hubiera contado alguien más.

No me pega. A veces me ridiculiza y me exhibe, eso sí. Se burla en público de mi universidad patito y no se cansa de relatar cuánto me costó recuperar mi peso después del último embarazo y cómo, en una ocasión, al tratar de abrir una botella de refresco, el sudor me escurría hasta por la nuca.

Nunca me ha pegado, pero se exaspera cada vez que tomo el volante y él está sentado en el asiento de copiloto. Me grita e insulta. Lo mismo cuando me alcanza en algún sitio y yo no recuerdo dónde dejé el coche. Es de los momentos que más temo. Salimos de la tienda o el restaurante y comienzo a angustiarme porque sé que, en breve, escucharé los gritos y los insultos.

No se atrevería a pegarme. Es un hombre que se controla y, sobre todo, tiene mucha clase. De hecho, una noche empezamos a discutir y, por primera vez en la vida, vi que perdió la compostura, su cara se enrojeció y comenzó a golpear la mesa. Me dijo: “No quiero hacer algo de lo que pueda arrepentirme”. Casi de inmediato abandonamos en cuarto de hotel.

Es incapaz de pegarme, pero, por otra parte, me trata con la punta del pie. En alguna ocasión llamó a mi familia “muertos de hambre” y más de una vez lo descubrí burlándose con su hermana de mí: mostrándole mis mensajes de texto, fijándose en cómo serví los alimentos en el plato, murmurando cuando uno de mis bocados voló a la mesa de junto. Sí, como en Pretty woman.

No me pega con golpes sino con su desprecio y su indiferencia. He hecho lo más para agradarlo y complacerlo. Me he endeudado para comprarle una pluma y una mancuernilla muy lujosas que él apenas saca de la caja y les dirige un mínimo gesto de aprobación. Para celebrar el primer mes de nuestro noviazgo, compré seis botellitas de champagne de distintas marcas. Él descorchó y probó la primera: dijo que estaba echada a perder y la vació en el fregadero de la cocina. Descorchó y probó la segunda, que era de otra marca, y dijo e hizo exactamente lo mismo. Y así con la tercera y con la cuarta. Me dijo: “Si tú quieres beberlas, adelante; yo, paso”.

No me pega. Lo que es más: no me toca. Se ha vuelto completamente indiferente a mis necesidades y deseos sexuales. La vez que lo confronté me dijo que no podía forzarlo porque en ese caso él también sería un hombre violentado y no le quedaría más remedio que defenderse.

¿Qué onda con estos hombres que agreden, silencian, espían, sobajan, ridiculizan, pierden los estribos, pegan de gritos, insultan, desprecian, humillan, ignoran, frustran?

¿Y qué onda con un, dos, tres por mí y todas mis compañeras que compartimos apenas algunas anécdotas de aquello que nos tocó vivir o que, peor aún, seguimos viviendo?

Todos tenemos nuestros detallitos: sí, ya lo sé. Si alguien recolectara opiniones entre mis exparejas estoy segura que yo no saldría tan bien librada: tiene muchos issues, le entran sus ataques depresivos, nunca la llevó bien con mi mamá, sus amigos son todos freaks, le gusta ir a lugares buenos, luego te pide cada cosa en la cama. . .

Menciono esto porque una cosa son las excentricidades y otra las agresiones. Nuestras costumbres y manías pueden resultar chocantes para alguien más, al grado del fastidio y la desesperación, pero, de eso a reaccionar con humillación y violencia. . . Me parece que ya estamos exagerando. Y esto va por todos. También he estado del otro lado: en dinámicas en que la grosera e hiriente he sido yo, he despreciado y me he burlado y por más que hoy me avergüence de esos pasajes también reconozco que eran parte de una dinámica. Por ejemplo, con una pareja en particular, yo podía ser súper cabrona con él, pero él también hacía de las suyas y el círculo vicioso se mantenía: él me agredía, yo me ofendía y recluía, después me recuperaba y cobraba venganza, lo torturaba o me burlaba de él, lo despreciaba, él se arrepentía, me suplicaba o adulaba, yo me daba mi taco, después lo perdonaba y, al ratito, volvíamos a empezar.

Cada pareja es diferente, cada quien se complementa de manera distinta, cada dinámica difiere en hasta dónde es soportable. Por más que nos digan, al final es un proceso individual y que comprende desde el darse cuenta, la toma de conciencia, el despertar, hasta resolver y tomar una decisión, más todo lo que lleva en medio: ensayo-error, escucharse, analizarse, consultar a otros, pedir ayuda. . . De preferencia cuando los caminos elegidos, por ejemplo, introspección y el contacto con los demás, nos lleven al amor propio, el equilibrio, a intercambios, por más transgresores, consensuados y que no atenten contra la dignidad y la integridad de nadie.

Un trabajo personal profundo, una intervención externa seria, pues no sólo las apariencias engañan sino a veces somos nosotros quienes más creemos nuestras propias mentiras. Por ejemplo, cuando quienes nos conocen y rodean ven en nuestra relación de pareja una serie de focos rojos que nosotros “ni en cuenta” o, al revés, cuando vivimos infiernos que nadie más percibe: el clásico “pero te tiene viviendo como una reina”.

Cómo nos cuesta reconocer los embrollos en que andamos metidos.

No en vano se advierte sobre cuán difícil es erradicar la violencia cuando ni siquiera hemos comprendido qué es. Y más aún cuando hablamos de esta “violencia invisible” o no tan evidente, como la emocional o la verbal.

“No existe violencia física que en su antesala no haya tenido algún tipo de violencia emocional”, me dijo en entrevista Cynthia García Galindo, Embajadora en México de la campaña #QuizáNoTePegue (en inglés #MaybeHeDoesntHitYou, original de Zahira Kelly, escritora y activista) y que fue lanzada en nuestro país el pasado martes 15 para comprender y visibilizar este tipo de agresiones. La campaña culminará el 25, Día Internacional de la Erradicación de la Violencia Contra las Mujeres: es decir, todavía tenemos tiempo para correr la voz, intercambiar experiencias y sobre todo orientarse de la mejor manera sobre este tipo de situaciones.

En palabras de Cynthia García: “se trata de destrabar el yugo de una vida carente de respeto, llena de actos machistas que, poco a poco, les roban la paz, la integridad, la salud emocional, la vida. . .

Yo sé que de músicos, poetas y locos, todos tenemos un poco. Y tampoco se trata de írsele a la yugular a alguien que, como en los testimonios compartidos al principio del texto, quizá sólo es un poco tosco, inseguro, distraído, exquisito, inapetente, especialón, perfeccionista, francote, de mecha corta. . . Si en cambio estos adjetivos y descripciones son maneras de encubrir personalidades y relaciones violentas, tendríamos que ver la manera de remediarlas, analizarlas, analizarnos y, con la pena, si no hay salvación ponerles un

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